Fútbol es... la vida
Hubo un tiempo en que literatura y fútbol fueron términos antagónicos · La afición de grandes escritores, como el Nobel Albert Camus o el uruguayo Mario Benedetti, logró la reconciliación
Hubo un tiempo en que la escritura y el fútbol fueron términos antagónicos. Hablar del asunto en público estaba mal visto, era sinónimo de indigencia cultural. Como un fin ocioso aparecen libros y pelota en El Quijote; según advierte el cura a Alonso Quijano: "entretener a algunos que ni tienen, ni deben, ni pueden trabajar". Muchos intelectuales tenían una imagen muy negativa del balompié. Jean Cocteau lo incluyó entre sus falsos dioses (los otros eran las máquinas y Nueva York). Jorge Luis Borges lo consideraba "un deporte para ingleses, feo y estúpido". Y Rudyard Kipling definió a los seguidores como "un montón de almas pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan". El fútbol significaba lo inculto y anticultural; lo ruidoso, estruendoso, el clamor de la muchedumbre en la grada, y el eterno problema de conciliar un espectáculo de masas con la racionalidad. Un amplio sector de la intelectualidad siempre optaba por despreciar lo que, plagiando la teoría de la falsa conciencia de Marx, se llamó el nuevo "opio del pueblo".
El fútbol usado como somnífero, una droga social para mantener al pueblo en estado de pasividad política. Una "religión civil", a la búsqueda de un dios. O bien, un negocio a gran escala, subordinado a los imperativos del mercado capitalista.
Pasó ya la época de enemistad entre el fútbol y los intelectuales que solían ignorar las raíces pedagógicas que tiene el deporte, su función de formación integral del individuo, y asistimos al encuentro -en palabras de Jorge Valdano- "del músculo y el pensamiento".
Porque la actividad intelectual nunca se ha divorciado del músculo, precisa de las extremidades (y no sólo de las manos). También el fútbol es cultura; como espeta Di Stéfano: "pensar con la cabeza y jugar con los pies".
Surgieron cada vez más literatos que conocían y disfrutaban el fútbol y que, en muchos casos, lo habían practicado. Corresponde a los sudamericanos haber llevado más lejos la relación entre el balompié y la literatura. Por ejemplo, el recientemente fallecido Mario Benedetti, que defendió la meta en Uruguay, es autor del cuento Puntero izquierdo, de su libro Montevideanos.
El puesto de arquero es el más codiciado por los escritores. Albert Camus, guardameta de un equipo universitario en su Argelia natal, aseguraba que "lo mejor que sé sobre la moral y las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol". Este futuro Premio Nobel descubrió lo que muchos sabemos por experiencia propia: "aprendí que la pelota no viene por donde uno la espera". El cuerpo esférico sirve como metáfora a los poetas. "Tener un balón, Dios mío./ Qué planeta de fortuna", cantaba Gerardo Diego.
Al final, literatura y balón juegan en el mismo bando. Se consuma el abrazo del erudito a la causa del fútbol, porque el deporte es la vida, de los intelectuales y de los hombres.
Nuestro país también ha producido este fecundo maridaje entre balompié y escritura. Comenzó en la década de los años veinte del siglo pasado, tiempos de Zamora y Samitier, cuando flotaba en el ambiente las hazañas de la furia española. Tenemos la novela Chiripi, de Juan Antonio Zunzunegi, subtitulada Historia bufo-sentimental de un jugador de foot-ball, dividida en: patadeo, preliminar, primer tiempo, segundo tiempo y prórroga; Pan y fútbol, de Ángel Zúñiga, ambientada en el Madrid de la posguerra; El sistema Pelegrín, de Wenceslao Fernández Flórez, cuyo protagonista practica la experiencia de jugar al deporte-rey; o los Once cuentos de fútbol, de Camilo José Cela, libro que rebosa esperpento.
En el terreno lírico, Miguel Hernández dedicó su Elegía del guardameta a Miguel Soler Lolo, portero del Orihuela. El poeta se inspira en un suceso inventado, la muerte del futbolista cuando, en una audaz palomita, se estrella contra su marco: "un 'plongeon' mortal/ tu cabeza dio al poste/ abrió/ una granada de tristeza".
Más conocida es la Oda a Platko, de Rafael Alberti, incluida en su poemario Cal y Canto. El portuense loa una arriesgada intervención del cancerbero barcelonista, "rubio oso de Hungría", de la que salió ensangrentado ("llave rota/ llave áurea caída ante el pórtico") y precisó que lo retiraran.
Sólo es un juego, pero algo más que veintidós individuos corriendo detrás de un balón. Una ceremonia sentimental y afectiva, que implica a intérpretes y espectadores. Sin pasión (no confundir con la zafiedad) no existe el fútbol, generador de las más elementales penas y alegrías. Decía Ernesto Sábato que "la verdadera patria de uno es su infancia". El paraíso perdido. Y este bello deporte nos ofrece la posibilidad de reencontrarnos, cada tarde de domingo, con ella. Un instante fugaz en el cual la memoria nos recuerda que fuimos felices. El fútbol es nuestro paraíso semanalmente recuperado. Emociones olvidadas, imágenes de la niñez y viejos cromos. Aunque el espectáculo mediático que vemos ahora es sólo un reflejo de cuando éramos chavales. De sueños de grandeza y héroes. Añejas historias que nos contaban nuestros padres envueltas por la épica.
Unos asocian el juego a ganar, otros a disfrutar, o a soñar. El fútbol funciona como una metáfora social, pues sus expresiones deportivas responden a expectativas del pueblo. Es uno de los escasos espacios en que la vida ofrece la posibilidad de una subversión del orden establecido, de que el débil se imponga al poderoso (o donde los débiles se hacen del poderoso). Los momentos poéticos del fútbol, individualista e inspirado, siempre intentan una ruptura del código lógico y racional. Escribió Pier Paolo Pasolini que "el sueño de cada jugador (compartido por cada espectador) es salir de la mitad del campo, regatear a todos y marcar... imaginar algo sublime, dentro de los límites permitidos". Hallar una situación excepcional y recreativa, al margen del otro juego que nos toca jugar sin remedio.
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