Síndrome expresivo 67

'Smokesellers' y la bola de cristal

'Smokesellers' y la bola de cristal

'Smokesellers' y la bola de cristal / Pixaby

“Sin innovación, no hay paraíso” es la frase más repetida por los popes visionarios en el mundo educativo y empresarial durante la última década. Como consecuencia, cualquier lanzamiento comercial, propuesta organizativa o estrategia metodológica debe estar avalada por una supuesta garantía de originalidad nunca antes conocida por el ser humano. Por lo tanto, toda idea debe brotar de una mente adelantada a su tiempo que derrumbe para siempre los muros conceptuales de una sociedad anclada en principios arcaicos e improductivos. ¡Innova o arderás en el infierno!

Ante tanta presión y vocerío formativo circundante, los miembros del departamento de Lengua y Literatura programamos una experiencia didáctica rompedora (e intergaláctica) bajo el título: “La bola de cristal de los smokesellers”. Un proyecto digno del más alucinante parque de atracciones de la innovación pedagógica, donde varios profesores acudimos a los métodos dramáticos del gran Stanislavsky para que nuestros alumnos comprendieran en vivo y en directo las técnicas de manipulación desplegadas por los vendedores de humo, los titiriteros emocionales y los chamanes de lo obvio.

Después de la puesta en común de las líneas maestras del proyecto, acordamos que el primer paso sería adoptar una imagen prototípica y creíble del perfecto vendedor de humo moderno: chaqueta casual sobre camisa clara a juego, un toque de aloe vera en el rostro ligeramente bronceado, un realce de las canas en las sienes y una sonrisa sempiterna. Una vez logrado el efecto óptico en la presentación física, era fundamental enhebrar un discurso alejado de las rutinarias y aburridas explicaciones de los profesores obsesionados por la transmisión de conceptos históricos, fórmulas matemáticas o análisis textuales sin canciones de fondo.

Ya con mi chuleta de frases memorables en el bolsillo al estilo Jack Nicholson en Mejor… imposible, me presenté ante mis alumnos convencido de la suerte que tenía de conocerme a mí mismo. Un leve carraspeo para aclarar la voz y una frase demoledora de apertura para captar la atención del auditorio eran los ingredientes perfectos para atrapar la atención de un público expectante: “Queridos discentes, romped las cadenas que os atan a vuestra zona de confort y empoderaos de resiliencia”. Como pueden imaginar, el auditorio quedó

boquiabierto ante tanta sabiduría concentrada en un simple enunciado. Respiré con emoción contenida y, en un alarde de histrionismo, sentencié con gravedad: “Si creemos en nuestro potencial, podremos hacer realidad nuestros sueños. Solo es cuestión de sinergias positivas en un marco de retroalimentación proactiva”.

Ya con el público en el bolsillo, solo era cuestión de concatenar afirmaciones vacías y ambiguas, así como presentar decenas de diapositivas plagadas de referencias pseudocientíficas, tablas dinámicas, diagramas multicolor y alusiones a supuestas autoridades extranjeras. Y una vez envueltos en la dulce melodía de la nada, solo faltaba acariciar la inteligencia de los espectadores con frases aterciopeladas del tipo: “Me gusta cuando hablo porque estás como ausente, y me oyes desde lejos, y mi voz te emociona. Parece que los ojos se te hubieran iluminado y parece que mi palabra te cerrara la boca”.

Y el toque final, admirado lector. La madre de todas las estrategias de persuasión de los vendedores de humo profesionales y adláteres new age, el truco infalible de los smokesellers, coaches y buhoneros de baratijas posmodernas: nunca demostrar lo que pregonan con su experiencia; nunca escuchar las proposiciones de los oyentes; nunca abandonar las palabras grandilocuentes y archisilábicas. Bienvenido al maravilloso mundo de los vendedores de humo.

¿Se puede superar?

El síndrome del vendedor de humo no es nuevo en la historia del pensamiento. El hombre siempre se ha preocupado por convencer al vecino para lograr algún tipo de beneficio político, personal o económico. Todos recordamos las escuelas filosóficas en la antigüedad clásica, las paranoias retóricas escolásticas, el histerismo formal de los poetas barrocos o los más recientes vendeburras o los entrañables vendemotos.

El antídoto más efectivo y accesible contra la impostura expresiva es la formación cultural y el sentido común. Desconfía, docto lector, de los que ensayan la falsa sonrisa frente al espejito mágico. Duda de aquellos profesionales del tono condescendiente y angelical que presumen de su condición de iluminados. Sospecha de quienes ocultan la realidad bajo un entramado de palabras vagas y frases humo.

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