Cinco horas en Tánger

Entre la bruma del mito y el brillo del futuro, Tánger no se entiende: se atraviesa, se huele, se escucha, se intuye

Diario de navegación: un viaje que quiere ser costumbre entre Tarifa y Tánger

La medina empieza a desperezarse hacia las diez, hora marroquí.
La medina empieza a desperezarse hacia las diez, hora marroquí. / Erasmo Fenoy

Tánger/El que cruza el Estrecho por vez primera llega a Tánger como si se deslizara en un sueño. Lo escribió con asombro Domingo Badía, que se disfrazó de moro y se hizo llamar Alí Bey para recorrer el mundo sin levantar sospechas. Lo repiten, desde entonces, todos los que bajan del ferry con esa mezcla de excitación y de alerta que provoca pisar tierra ajena, aunque sea una tierra próxima. A lo lejos, desde la cubierta, asoma el contorno de la costa africana como si fuera una cartulina recortada. Lo primero que se distingue no son las casas, ni los minaretes, ni los mástiles de las grúas del puerto. Lo primero es la luz: más densa, más baja, más dorada. Luego, conforme el barco se acerca, Tánger empieza a componerse como un puzzle en blanco y añil, con manchas ocres, aristas afiladas y terrazas que trepan la colina como escalones.

Desde Tarifa, la travesía dura apenas una hora, pero al llegar, el reloj se ajusta solo: hay que atrasarlo sesenta minutos, y eso convierte el viaje en un pequeño truco de prestidigitación. Uno zarpa de un lado a las nueve y desembarca en el otro a las nueve. Como si nada se hubiera movido. Pero todo se ha movido.

Decía Eduardo Haro Tecglen que Tánger es un estado de ánimo. Uno que se instala en la parte un poco fantasmal de la memoria, donde ya no distinguimos del todo lo que fue verdad de lo que fue mentira. Esa sensación se percibe enseguida, desde el primer paso fuera de la estación marítima. Hay voces, hay ruido, hay una brisa que huele a mar, a sal, a cuero viejo, a especia seca. También hay un temblor de fondo. El vértigo leve de quien siente que ha cruzado, en apenas catorce kilómetros, no una frontera sino dos o tres siglos.

Basta cruzar el Estrecho para que el tiempo se pliegue, la luz cambie, y Tánger empiece a soñarse antes incluso de pisarla

Y sin embargo, Tánger ya no es del todo esa ciudad detenida en el tiempo que muchos españoles conocieron en las décadas del desorden y del mito. Hay, sí, un Tánger de atrás: las callejuelas deshilachadas, las tiendas de alfombras con sus vendedores expertos en seducción, los gatos que custodian las esquinas de la medina. Pero también hay un Tánger de adelante: moderno, veloz, ambicioso. El nuevo Marruecos. El de las autopistas y los trenes de alta velocidad, el de los centros comerciales con fuente de colores, el del puerto internacional de Tánger-Med que escupe contenedores al ritmo de una metrópolis logística. Todo crece. Todo brilla. O al menos lo intenta. Tánger no sólo mira al Estrecho, también le ha ganado espacio. Ha construido, literalmente, sobre el mar.

La ciudad ha renacido bajo el largo reinado de Mohamed VI, cuyo retrato cuelga con sonrisa austera en cafeterías, oficinas, aduanas, panaderías. Fue durante el mandato de su padre, el severo Hasan II, cuando Tánger quedó un poco de lado, como si Rabat la hubiese relegado a una esquina incómoda del mapa nacional. Hoy ocurre lo contrario. Marruecos enseña Tánger como quien presume de escaparate. Es su postal de futuro. Su tarjeta de presentación.

Tánger huele a pan recién hecho.
Tánger huele a pan recién hecho. / Erasmo Fenoy

Pero no todo es nuevo. Algunas reliquias han sido recuperadas, barnizadas con la pátina del orgullo. Una de ellas es el Gran Teatro Cervantes, el más grande del norte de África, construido por España en 1913. Abandonado durante décadas, ha comenzado por fin a ser restaurado. El edificio, que fue sede de glorias y de zarzuelas, de boleros y de compañías ambulantes, guarda entre sus muros el eco de una función de La Barraca de García Lorca en 1934. Por su escenario pasaron Estrellita Castro, Imperio Argentina, Juanita Reina, Carmen Sevilla, Antonio Machín, Lola Flores. Allí, en 1947, Juanito Valderrama escribió El Emigrante. Hoy el Cervantes ya no es español, pero sigue siendo Cervantes. Así lo dicta el acuerdo con Marruecos. Y así, también, lo dicta la memoria.

Todo eso cabe en cinco horas. Las que median entre un ferry de Bàlearia y otro. Cinco horas para caminar, mirar, oler, perderse. Y volver. Es un margen pequeño y, sin embargo, suficiente. Porque en Tánger, el tiempo no se mide en minutos ni en pasos, sino en impresiones. Como en un cuadro. Como en un sueño que se va recordando a retazos.

Henri Matisse lo supo enseguida. Llegó a Tánger en 1912, agotado, buscando un lugar donde los colores hablaran por sí solos. Encontró la luz. Y encontró también la materia. Los rostros. Las túnicas. Las calles. Sus lienzos no traducen escenas, traducen estados. Hoy, más de un siglo después, uno puede cruzarse con el mismo rincón que pintó Matisse: la puerta de Bab El-Assa, la misma luz rasante sobre la misma piedra encalada.

Hay ciudades que no se olvidan porque en realidad nunca se entienden del todo. Tánger es una de ellas. Mira al mar, pero se protege del mar. Invita, pero desconfía. Y habla, siempre habla. No hablan sus piedras, pero sí sus hombres. Algunos se ofrecen como guías nada más bajar del barco. Otros venden dátiles, té, oraciones. Otros solo miran. Como si esperaran que tú hables primero.

'Vista desde la ventana. Tánger'
'Vista desde la ventana. Tánger' / Henry Matisse

El zoco y el mercado, el alma de Tánger

Basta caminar por la Corniche para darse cuenta de que algo se está cociendo. No es solo el olor del salitre ni los jardines nuevos ni la fuente luminosa frente al Hilton, sino esa sensación inequívoca de que una ciudad se estira hacia el futuro. La primavera de 2025 trae a Tánger con la piel mudada: la línea de costa luce reformada como si acabara de salir de la ducha, limpia, orgullosa, casi de estreno. Desde el cabo Malabata al Espartel, pasando por el puerto viejo y bordeando la medina, el paseo marítimo se ha vuelto un escaparate de urbanismo con ínfulas modernas. Al fondo, los bancos de madera clara, los carriles bici, las farolas solares que conservan el estilo isabelino, algún columpio. Y una idea de armonía que no siempre fue lo habitual aquí.

El antiguo puerto de Tánger sigue ahí, aunque ha cedido buena parte de su tráfico al coloso de Tanger Med, a 40 kilómetros de distancia, ya en los primeros repechos del Rif. Por allí salen los coches recién montados de Renault, las piezas textiles, las conservas, las frutas, los cables eléctricos. Por allí llega buena parte del impulso económico de la región, que crece sin pausa desde hace dos décadas. Las zonas francas industriales que circundan la ciudad son una selva de naves donde trabajan decenas de miles de personas. Fábricas de producción intensiva que giran en torno a una cadena logística bien engrasada: la autopista nueva, el tren de alta velocidad, el puerto con vocación global.

Pero el alma de Tánger está en otra parte. Por ejemplo, en las escaleras que trepan hacia el Hotel Continental, que conserva algo de su antiguo lustre. Las lectoras de El tiempo entre costuras, la novela de María Dueñas, lo reconocen al instante. El salón con zócalos de azulejo, los balcones con vistas al puerto, los divanes alfombrados de recuerdos. Aunque ahora ya no suena swing en la gramola ni los espías beben whisky tras los visillos, el hotel tiene todavía ese aroma a otras épocas, como si allí el tiempo se hubiera detenido para echar una cabezada.

Alguien sirve té con hierbabuena en vasos altos que escaldan los dedos.
Alguien sirve té con hierbabuena en vasos altos que escaldan los dedos. / Erasmo Fenoy

La ciudad vive a medio camino entre el ayer y el después. El español se escucha con acento magrebí en los puestos del zoco y en las cafeterías de la Rue de la Liberté, aprendido por generaciones gracias a Televisión Española y Canal Sur, que hasta la llegada de la TDT emitían con nitidez a este lado del Estrecho. La sombra de España está también en los Almacenes Alcalá, donde la fachada aún proclama en mayúsculas tejidos y novedades, y en las aulas del Instituto Severo Ochoa, donde desde casi ochenta años se puede estudiar el bachillerato con temario y títulos del Ministerio de Educación español. El vínculo no se ha roto, aunque ahora crezcan también los turistas franceses, muchos más que antes.

Pasear por el zoco chico es asomarse a una postal en movimiento. Todo bulle. Todo huele. Las babuchas de cuero, los bolsos con tachuelas, las chilabas en tonos de desierto, las camisetas de la selección marroquí, los aceites de argán, los bálsamos, los perfumes dulzones que se adhieren a la ropa como un tatuaje. Algunos talleres están abiertos al público: el alfarero que pinta con la mano izquierda, el curtidor de piel que saca brillo a una cartera, el carpintero que encaja tableros de cedro. El arte de regatear se aprende como se aprende a nadar: tirándose de cabeza. Y mientras se negocia, alguien sirve té con hierbabuena en vasos altos que escaldan los dedos.

Las tumbas fenicias talladas en roca sobreviven como un susurro de otra civilización, otra ciudad.
Las tumbas fenicias talladas en roca sobreviven como un susurro de otra civilización, otra ciudad. / Erasmo Fenoy

Las mujeres tangerinas desayunan solas en las terrazas. Té o café, a veces con croissants. Algunas con velo, otras sin él. Siempre con el móvil en la mano. En Bab al Madina, la mejor pastelería del centro, las abejas revolotean sobre las bandejas de dulces como si también ellas quisieran repetir. Hay hojaldres de almendra, pastas empapadas en miel, dátiles rellenos. Un paraíso goloso con cristalera hacia la calle.

La medina empieza a desperezarse hacia las diez, hora marroquí. Antes de eso, todo es media persiana, voz queda, olor a pan recién hecho. Cada calle tiene su gremio: la de los tejidos, la de las especias, la de las verduras, la de las carnicerías. El mercado de abastos, pegado al gran zoco, es la estación central de esa red de oficios. En su interior, la vida cotidiana se mezcla con los ecos de siglos. Una carpa entera es sólo para pescado. Las gambas se apilan por docenas en barreños que chorrean agua salada. Más allá, hay puestos de frutas, especias, carnes, huevos. Todo se vende, todo se toca, todo se huele.

La sección de pescadería es una novela por entregas.
La sección de pescadería es una novela por entregas. / Erasmo Fenoy

La sección de pescadería es una novela por entregas. Toldos de plástico, luz cruda, voces que se superponen. Las básculas son reliquias de otro siglo. Los pescaderos pesan y gritan. El surtido es tan bestial que abruma: sardinas, boquerones, caballas, jureles, besugos, doradas, pargos, sargos, sanpedros, merluzas, congrio, rodaballos, lubinas, rape, salmonetes, raya, mero, cazón… Y marisco: gambas blancas, carabineros, cigalas, centollos, langostas, percebes y mejillones que dicen que vienen de Moulay Bousselham. Alguno aún respira. Todo fresco. Todo pescado la tarde anterior. Todo listo para acabar en una parrilla, en un tagine, en una cazuela.

Hay una calma antigua que no ha podido erosionar el paso de los siglos

Los viernes, Tánger se recoge un poco. Las tiendas cierran durante el rezo del mediodía. Las casas huelen a cuscús con cordero o con verduras. En las plazas se nota menos bullicio. Pero incluso entonces, los gatos siguen en lo suyo: merodeando entre los puestos, tumbados sobre cojines en los cafés, tomando el sol con esa impunidad callejera que sólo los felinos y los viejos sabios conocen. En Tánger, los gatos no se esconden: mandan.

En Tánger, los gatos no se esconden: mandan.
En Tánger, los gatos no se esconden: mandan. / Erasmo Fenoy

Donde termina la ciudad, comienza la leyenda

La kasbah se asoma al mar desde lo alto, como quien vigila o como quien sueña. Su silueta de almenas y muros centenarios, construidos en lo alto de la colina para defenderse del enemigo, sirve hoy como balcón privilegiado para contemplar la ciudad y los barcos que zarpan hacia Europa. Allí arriba no se respira urgencia. Hay una calma antigua que no ha podido erosionar el paso de los siglos. La piedra, los geranios, el olor a canela y a madera vieja. Todo lo que en Tánger ha sido y sigue siendo.

La kasbah se asoma al mar desde lo alto, como quien vigila o como quien sueña.
La kasbah se asoma al mar desde lo alto, como quien vigila o como quien sueña. / Erasmo Fenoy

Las murallas del siglo XV envuelven patios ocultos, hoteles con encanto y cafés en sombra que miran al sur. La mitología de los nombres –Bowles, Burroughs, Goytisolo, Matisse– sigue haciendo de brújula para los viajeros con sed de historia y literatura. No lejos de aquí, entre una explanada de hierba y cielo, las tumbas fenicias talladas en roca sobreviven como un susurro de otra civilización, otra ciudad. Sorprende que aquel cementerio milenario se haya convertido también en merendero familiar. Hoy, una madre y su hijo comen sentados en la hierba, descalzos, frente a los huecos de piedra donde descansaron los antiguos.

En el Café Hafa, el Mediterráneo y el Atlántico se saludan como dos viejos conocidos que aún tienen cosas que decirse

Y muy cerca, a escasos minutos andando por callejones blancos que se despeñan hacia el mar, el Café Hafa conserva la gracia de los lugares tocados por la leyenda. Es una de esas instituciones que sobreviven sin cambiar del todo, fieles a sí mismas. Cumplió su centenario en 2021. Tiene poco que ofrecer si uno espera el lujo, pero todo si se viene buscando atmósfera: mesas de azulejo, macetas de barro, el tintineo de las cucharillas en los vasos de té, el vuelo de una gaviota que pasa, el Estrecho desplegándose como un mapa abierto. Allí se sentaron Genet, Kerouac, Capote, Ginsberg, Tennessee Williams y tantos otros. También se sentaron gatos. Hoy lo frecuentan parejas jóvenes, grupos de amigos, turistas callados que miran al horizonte y preguntan en silencio qué queda de aquellos años.

A escasos minutos andando por callejones blancos que se despeñan hacia el mar, el Café Hafa.
A escasos minutos andando por callejones blancos que se despeñan hacia el mar, el Café Hafa. / Erasmo Fenoy

El Mediterráneo y el Atlántico se saludan justo en ese punto, donde el mar gira como una puerta. Son las dos de la tarde en Marruecos, las tres en España. La ciudad queda atrás, y el ferry parte de nuevo hacia Tarifa. Pero uno no se lleva Tánger en la mochila, sino en la memoria: en el olor del pan recién hecho, en la música de una mezquita al atardecer, en las miradas de quienes no tienen prisa, porque saben que aquí, en esta orilla, el tiempo se mueve de otro modo.

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