Atlantropa, el plan utópico que quiso cerrar el Mediterráneo con una presa en el estrecho de Gibraltar para fundir Europa y África
El arquitecto alemán Herman Sörgel soñó con levantar frente a Tarifa la mayor presa jamás concebida, secar el Mediterráneo y crear un nuevo supercontinente inspirado, a partes iguales, por la ciencia, el mito de la Atlántida y la fe ciega en el progreso
Un vídeo viral en Instagram explica el porqué no existe un puente para unir Europa y África a través del Estrecho de Gibraltar
Esta historia comienza por el final.
Porque hoy es 25 de diciembre, día de Navidad. Y un 25 de diciembre de 1952 murió atropellado en Múnich un hombre que soñó con cambiar el mapa del mundo. Se llamaba Herman Sörgel, era arquitecto, pacifista militante y autor de uno de los proyectos más desmesurados —y fascinantes— jamás concebidos por la mente humana: levantar una presa en el estrecho de Gibraltar, cerrar el Mediterráneo y dejar que el sol hiciera el resto.
El sueño murió el mismo día que su creador, un 25 de diciembre, atropellado en una calle de Múnich
Aquel día de invierno, Sörgel circulaba en bicicleta por la Prinzregentenstrasse camino de una conferencia cuando un coche lo arrolló. El conductor se dio a la fuga. El accidente nunca se esclareció. Con él murió también Atlantropa, el sueño de construir un nuevo supercontinente uniendo Europa y África mediante una colosal obra de ingeniería que convertiría el Estrecho y el actual Campo de Gibraltar en el ombligo energético del planeta. Hoy, su cuerpo descansa en el cementerio Waldfriedhof de Múnich. Su idea, en los archivos del Deutsches Museum. Y su leyenda, suspendida entre la utopía, la arrogancia y el mito.
El Estrecho como frontera y como bisagra del mundo
Atlantropa tenía un eje claro y rotundo: el Estrecho de Gibraltar. Ese brazo de mar de apenas 14 kilómetros que separa —y une— dos continentes, dos mares y dos civilizaciones. Allí, frente a Tarifa, Sörgel imaginó el mayor titán de hormigón jamás construido: una presa de 300 metros de altura y 13 kilómetros de ancho capaz de detener el paso del Atlántico hacia el Mediterráneo.
El estrecho de Gibraltar dejó de ser, por un momento, una frontera entre mares para convertirse en el centro neurálgico de un nuevo mundo
La idea era tan sencilla como brutal: cerrar el Mediterráneo. El resto lo haría la naturaleza. La evaporación provocaría un descenso anual del nivel del mar de 1,65 metros hasta alcanzar entre 100 y 200 metros en el Mediterráneo occidental —de Gibraltar a Sicilia— y hasta 300 metros en el oriental, desde Sicilia hasta Estambul. Cuando el proceso concluyera, Europa y África quedarían fundidas en un solo territorio: Atlantropa.
Un nombre que no era casual.
Atlantropa y la sombra eterna de la Atlántida
Sörgel no podía ignorar el peso simbólico del lugar. Más allá del estrecho de Gibraltar y de las Columnas de Hércules, según narró Platón en sus diálogos Timeo y Critias, se alzaba la Atlántida, una civilización avanzada, rica y poderosa que, castigada por su soberbia y corrupción moral, se hundió en el océano en un solo día y una noche. Una alegoría moral, sí, pero también un mito profundamente arraigado al paisaje.
Atlantropa se concebía, en cierto modo, como la Atlántida moderna: no un castigo divino, sino una redención tecnológica. Donde el mito hablaba de hundimiento, Sörgel proponía emergencia. Donde Platón advertía contra la hybris, el arquitecto alemán veía la oportunidad de corregir la Historia con hormigón, acero y electricidad.
Secar el Mediterráneo para salvar Europa
La idea nació en 1928, en una Europa traumatizada por la Primera Guerra Mundial. Alemania, derrotada y humillada, atravesaba una crisis política, económica y moral. Para Sörgel, hacía falta algo gigantesco, una empresa capaz de devolver la esperanza, el trabajo y la estabilidad a todo un continente.
¿La solución? Secar el Mediterráneo.
Sörgel defendía que el mar “recibía más agua de la que aportaba”, sobre todo desde el Atlántico. Sobre el papel, la idea parecía viable. Además, se apoyaba en una teoría que hoy la ciencia confirma: hace entre 5 y 6 millones de años, durante la crisis salina del Mesiniense, el Mediterráneo llegó a secarse casi por completo antes de ser inundado de nuevo a través del estrecho de Gibraltar. Atlantropa pretendía, según él, restaurar el orden natural perdido.
El premio era colosal: 660.000 kilómetros cuadrados de nuevas tierras. Campos de cultivo donde antes hubo mar. Puertos reconvertidos en ciudades interiores. Una nueva línea de costa. Un nuevo mundo.
La presa de Gibraltar: energía para dos continentes
Pero la presa del Estrecho no era solo un tapón. Era también una central hidroeléctrica descomunal. Sörgel calculó que solo la de Gibraltar podría generar 50.000 megavatios, más que todas las centrales nucleares alemanas actuales juntas. Energía suficiente para abastecer a Europa y África durante décadas.
La instalación estaría gestionada por un organismo independiente, con un poder inaudito: cortar el suministro eléctrico a cualquier país que amenazara la paz. La energía como garante del orden mundial.
La presa de Gibraltar estaba llamada a ser el mayor artefacto energético jamás construido por el ser humano
Incluso pensó en los detalles más extravagantes. Una esclusa monumental, con muros de 100 metros de altura, permitiría el paso de los mayores transatlánticos. Y coronando el “tapón de roca” de Gibraltar, un símbolo definitivo: un rascacielos triunfal de 400 metros, de acero y cristal, 70 metros más alto que el Empire State, que entonces aún estaba en construcción.
Presas, puentes y autopistas hacia Berlín
Atlantropa no terminaba en Gibraltar. El plan incluía otras dos grandes presas: una entre Sicilia y Túnez, que serviría además de puente terrestre entre Europa y África, y otra en los Dardanelos, para aislar el Mediterráneo del mar Negro. Sobre esas presas, Sörgel imaginó autopistas y líneas ferroviarias que conectarían África con Berlín.
En África, el proyecto rozaba el delirio colonial: dos presas en el río Congo crearían un mar interior para suavizar el clima y hacerlo “más habitable” para los europeos.
Fascinación, nazismo y rechazo
Durante los años treinta, Atlantropa sedujo a parte de la intelectualidad alemana. Arquitectos de prestigio como Hans Poelzig, Peter Behrens, Fritz Höger, Hans Döllgast o el urbanista Cornelis van Eesteren aportaron diseños gratuitamente. Solo Le Corbusier rechazó el proyecto.
Los nazis también se interesaron por él antes de llegar al poder. Encajaba con sus ideas de autarquía económica y Lebensraum. Sin embargo, Hitler lo relegó a un futuro hipotético: primero había que ganar la guerra. Sörgel, que detestaba el nazismo —su esposa era judía—, intentó sin éxito conseguir su apoyo en 1933.
Mientras el norte de Europa debatía su viabilidad, el sur se reía ante la idea de un Mediterráneo seco
Mientras tanto, la prensa ofrecía un contraste revelador: en el norte de Europa, los periódicos debatían su viabilidad; en el sur, se lo tomaban a broma. No era para menos: Venecia, Génova, Nápoles, Barcelona o Valencia dejarían de ser ciudades costeras.
Los fallos que hundieron Atlantropa
Sörgel ignoró —o quiso ignorar— cuestiones esenciales. La primera: la salinidad. Las tierras ganadas al mar se habrían convertido en lagunas saladas estériles. El Mediterráneo restante sería un mar muerto. La segunda: la ingeniería. En su época, construir una presa de esas dimensiones era sencillamente imposible. La humanidad solo se ha acercado a algo parecido con la presa de las Tres Gargantas, inaugurada en China en 2016.
La tercera: los terremotos. Todas las presas estarían situadas cerca de fallas tectónicas. Un mínimo movimiento podría provocar una inundación apocalíptica y la muerte de miles de personas.
El sueño que murió en Navidad
Atlantropa sobrevivió en el papel hasta 1952. Ese año, el día de Navidad, Herman Sörgel murió atropellado. Con él se apagó definitivamente el proyecto. La Segunda Guerra Mundial, el horror nazi y la irrupción de la energía nuclear hicieron el resto.
Atlantropa fue la Atlántida moderna: no hundida por los dioses, sino levantada por la arrogancia tecnológica
Hoy, Atlantropa es objeto de estudio académico, inspiración literaria —como la novela Der kühnste Plan seit Menschengedenken, de Matthias Lohre— y fascinación histórica. Un recordatorio de hasta dónde puede llegar la imaginación humana cuando se mezcla con la necesidad, el trauma y la fe ciega en el progreso.
Y también una advertencia.
Porque en algún lugar del estrecho de Gibraltar, frente a Tarifa, sigue latiendo la idea de que el mundo puede rehacerse a golpe de presa, puente o túnel. Como la Atlántida de Platón, Atlantropa nos recuerda que los sueños más grandiosos suelen caminar peligrosamente cerca de la soberbia.
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