La ciudad y los días
Carlos Colón
Nacimientos y ayatolás laicistas
Antes de que el reloj marcara las tres de la tarde, ya podrían verse grupos de jóvenes caminando con bolsas en mano hacia los habituales puntos de encuentro del botellón. En el ferial, los mayores disfrutaban su tradicional almuerzo en la caseta municipal. El miércoles de Feria en Algeciras arrancaba con fuerza, y aunque para muchos el día grande fue ayer —sin despertador que impidiera trasnochar gracias a este festivo local—, hoy el ambiente se mantenía encendido.
Es, sobre todo, el día de las mujeres. Y ellas lo saben. Vestidas con sus mejores galas, los trajes de gitana volvieron a reinar en el recinto ferial como símbolo de alegría, color y pertenencia. Muchas se reivindicaban: “Hoy es nuestro día. Sin trabajo, sin niños. Solo nosotras, con nuestras amigas”. Era una declaración de intenciones. Las mesas se llenaban al mediodía de risas femeninas y jarras de rebujito. Al otro lado, los niños jugaban o dormían la siesta en sus carritos. Y entre brindis y confidencias, se respiraba un ambiente de complicidad que llenaba las casetas de algo más que música.
La jornada, además, trajo un coprotagonista inesperado pero muy bien recibido: el viento. Ese soplo constante que movía volantes y aliviaba las horas centrales, convertía cada paseo por la calle Farolillos en un respiro entre bailes, rebujito y risas.
Fue precisamente esta calle la que volvió a convertirse en el centro neurálgico, repleta de caballos, trajes y miradas curiosas. Incluso una vendedora de la ONCE, vestida con un traje original, se sumó —un día más— al desfile de color.
Quienes por fin podían estrenar feria hoy cruzaban la entrada del recinto saltando a la pata coja, derecha, por supuesto, para entrar “con buen pie”. Y el gesto, entre simpático y supersticioso, se hacía con la ilusión del que aún tiene toda la feria por delante.
Pasadas las cinco de la tarde, el ritmo cambió. Las comidas dieron paso a los espectáculos y relativa calma que hasta entonces reinaba por las calles, se convirtió en un torbellino de música, caballos y volantes. Las sevillanas empezaron a sonar dentro y fuera de las casetas. Nadie parecía resistirse a esa primera que comienza con un “mírala cara a cara”. El recinto latía al compás de la música, con un ir y venir de gentes que bailaban, charlaban, buscaban otra caseta o simplemente se dejaban llevar.
Y es que este miércoles no es uno más. Es uno de los días grandes. De esos que están marcados por la tradición, por las risas compartidas y por un sentimiento que no se puede explicar, solo vivir.
La noche, ya se sabe, promete. Porque esto es solo el principio.
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