La noche más fría del invierno: dos años sin Diego Valencia
Tribuna de opinión
Mientras el juicio al asesino se vislumbra en el horizonte, el recuerdo de una tragedia que desgarró Algeciras sigue congelado en el tiempo, entre promesas incumplidas y leyes que no llegan
Algeciras, una ciudad consternada, condena el ataque yihadista en la Plaza Alta
Aquella tarde helada del 25 de enero de 2023 quedó tatuada en la memoria de Algeciras como una herida que no cicatriza. La luna creciente rompía un cielo limpio, como un presagio de que algo inexplicable estaba a punto de ocurrir. Los niños jugaban en la Plaza Alta, los paisanos conversaban junto a los bancos de cerámica y las cafeterías, a duras penas, contenían el frío con estufas de butano. Todo parecía ordinario hasta que no lo fue. Diego Valencia, sacristán de Nuestra Señora de la Palma, corría hacia la fuente central, con las manos en el vientre y la vida escapándose a chorros, perseguido por el odio vestido de negro.
El machete se alzó y con él cayó la razón. Diego murió entre el eco de los gritos, bajo la mirada impotente de quienes quedaron petrificados ante la barbarie. Una vida truncada, un corazón se detuvo para siempre en el centro mismo de una ciudad que, esa noche, sintió el filo del terror.
Hoy, dos años después, las preguntas se acumulan como cenizas tras la hoguera. ¿Qué ha cambiado desde entonces? Poca cosa, salvo las flores marchitas y las lágrimas que apenas han dejado de rodar. Las promesas, esas compañeras de la indignación momentánea, parecen haberse desvanecido con el tiempo. La plaza pública que debía llevar el nombre de Diego Valencia sigue siendo un proyecto fantasma.
Y entonces están las leyes, las eternas leyes. Aquella noche se supo que Yassine Kanjaa, el asesino, tenía abierto un expediente de expulsión desde junio del año anterior. Sin embargo, la maquinaria burocrática siguió girando en falso, como una rueda enterrada en el barro. En el juicio que se celebrará en octubre escucharemos los testimonios de policías, testigos y expertos, pero lo que no escucharemos será una explicación convincente de por qué un hombre, ya señalado por las autoridades, pudo permanecer en Algeciras hasta el punto de segar una vida inocente.
Los agentes que detuvieron a Kanjaa describieron su frustración con palabras simples, contundentes: "La ley no acompaña. Vemos a gente con montones de delitos y no se hace nada", confesaron durante una entrevista a Europa Sur. Es una frase que resuena como un epitafio para la justicia en muchos rincones de este país.
Y mientras tanto, Diego Valencia. ¿Qué diría él si pudiera contemplar desde esa eternidad de la que nadie vuelve este absurdo sin remedio? Quizá pensaría en la ironía cruel de su nombre, que significa "el que enseña el camino". ¿Qué camino nos dejó marcado? Uno de reconciliación, de convivencia o uno de indiferencia, en el que su nombre se va olvidando despacio como una hoja seca arrastrada por el viento.
Seguimos fallando. Todos nosotros, que permitimos que las tragedias se archiven como expedientes olvidados; nosotros, que prometemos plazas y no las entregamos; nosotros, que miramos hacia otro lado cuando las leyes son incapaces de protegernos.
En esa Plaza Alta, donde un día se mezclaron el sonido del machete y los gritos, debería alzarse algo más que una fuente: un lugar que recuerde que la noche más fría del invierno fue también la más oscura para una ciudad entera. Porque sólo recordando podremos evitar repetirla.
Si todo lo vivido aquella noche ha servido para algo, solo el tiempo lo dirá. Pero lo que parece claro es que Diego Valencia nos dejó una lección que aún no hemos aprendido. Y en esa omisión nuestra está la verdadera tragedia.
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