Campo chico

Algeciras, calle Real (VIII)

  • La cuesta se convirtió en un lugar de obligado paso gracias a los distintos negocios esenciales que se situaron en ella

La calle acogía los más variados comercios.

La calle acogía los más variados comercios. / E. S.

Me advertía Carlos de las Rivas, conversador de esos que hilan al discurso todo lo que tenga que ver con su cauce, que no era Víctor sino Jaime el nombre de pila del hijo de nuestra Doña Cari, muy ligado en aquellos tiempos al Algeciras C.F. y a la cofradía del Santo Entierro, cuyo Hermano Mayor, el farmacéutico José Rivera Aguirre, fue un hombre de bien al que se le deben muchas iniciativas importantes; el museo municipal, entre otras.

Su colección de fotografías antiguas de Algeciras fue donada, no hace mucho, por su hijo, el doctor Rivera –primer médico algecireño que tuvo la Residencia– a la asociación AEPA 2015. Carlos también fue alumno de Doña Cari. Precisamente, poco antes del momento en el que escribo, he comido con un noble amigo, de gratísima proximidad, que poseía una espléndida colección de moldes para fabricar camafeos. Recordé el que nuestra maestra llevaba en su cuello, el primero que vi en mi vida; yo tenía seis o siete años entonces.

En el edificio del colegio casero de Doña Cari vivía la familia Muñoz Méndez. Enrique, el único hijo del matrimonio, fue condiscípulo de mi hermano Ignacio, en ese colegio. El padre de Quique, un gallego vigués de buen ver, casó con su madre, una joven de la familia de los Gallardo, ganaderos de reses bravas. Quique quería ser actor como su tío, Carlos Muñoz, hermano de su padre, muy popular, sobre todo cuando protagonizó la serie de televisión La Casa de los Martínez, muy vista al final de los años sesenta y principios de los setenta; pero las cosas no rodaron bien para los propósitos de Quique.

Carlos Muñoz. Carlos Muñoz.

Carlos Muñoz. / E. S.

No obstante ser hijo único, nuestro paisano es un ejemplo de lo que los americanos llaman un self-made manun hombre hecho a sí mismo. Tras un largo recorrido por la hostelería, que le llevó a ser director de hotel, estudió Derecho y se convirtió en un abogado relevante después de ejercer varios años de procurador.

Bajando hacia la Plaza, estaba la vivienda de los Arderíus; una familia de marinos cuyos hijos, Pancho y Diego, no sé si Jorge también, estudiaron en Marín. De modo que cuando venían de vacaciones lucían sus uniformes blancos de cadetes de la Armada, compitiendo con ventaja con mis condiscípulos Enrique Muriel, Juan José Nieto y Rafael Salas Leli, que desde sus armas de artillería, ingenieros e infantería, respectivamente, eran con aquellos los preferidos por las muchachas de las que, por turnos, estuvimos todos enamorados.

Sin embargo, la mayoría de ellas prefirieron unir sus vidas a jóvenes que vinieron de otras partes, en algunos casos de ciudades hermanas de la comarca. Coral, una de las más guapas, que unía a su belleza un gran encanto personal, procedía de Orihuela; su padre, José María Carbonell, vino a Algeciras como secretario del Ayuntamiento.

Pasearse con Coral era un sueño inalcanzable. Armengol Viñas Castro, guapo y brillante, después ingeniero de caminos, que sería director del Puerto de Cádiz, uno de los mejores estudiantes que pasaron por nuestro Instituto; Manolo Clemente, que acabó siendo una alto funcionario de Aduanas, y una larga lista de jóvenes de porte y con futuro, estaban a porfía por Coral. Había que desistir de toda esperanza. Mi querida e inolvidable Coralito se casó con José María Arderíus, después farmacéutico en Madrid, de la familia de los marinos, que venía los veranos a Algeciras y nos dejaba a los indígenas fuera de juego.

En esa cuesta teníamos carbonería y lechería, una cuchillería y un par de barberías

En esa cuesta teníamos carbonería, la de los Culebra, lechería, la de los Santa María; en la que creció mi querido amigo Luis y su hermano Pepe, uno de los mejores camareros que tuvo el viejo Club Náutico; una cuchillería y un par de barberías, entre ellas la de la familia del estilista Raymundo, que tuvo el buen gusto de perpetuar el trozo de calle en el que estaba la de su padre, encargando al gran Helmut Siesser un cuadro de ese escaparate urbano. Frente a él nacimos y vivimos nuestra infancia mi único hermano, Ignacio, y yo.

Más tarde, la zapatería Fluxá añadió empaque inmobiliario a la cuesta sin romper demasiado su estética. El edificio de los Perles; en la esquina donde se abrió la bodega Flores y por la que se accedía a la Tabacalera y al Consulado Británico; daba paso al Ojo del Muelle y, cruzando el Callejón del Muro, a un pequeño pantalán en el que abundaban los cangrejos y las ortigas. Una de las guapas hermanas Perles cantaba casi tan bien como María Luisa Rondón. El más joven de los hermanos, haciendo el servicio militar en la Marina, no dudó en salvar a unos náufragos víctimas de un temporal, frente a la playa de Los Ladrillos, antes de morir de agotamiento. Su nicho, en el cementerio viejo, está junto al de mi padre y mi abuelo, y cerca de donde está el del Padre Flores, de modo que tengo la oportunidad de visitarlo con frecuencia.

Edificio Fluxá, en la Calle Real. Edificio Fluxá, en la Calle Real.

Edificio Fluxá, en la Calle Real. / E. S.

Al patio de más arriba de mi casa venía los veranos desde Orán, en la Argelia francesa de aquellos años, Louise, una preciosa jovencita pied noir. Algeciras era una ciudad de veraneo, sin agobios en sus playas urbanas de El Chorruelo y Los Ladrillos, y aún menos en las de afuera: El Rinconcillo, San García o Getares. Con cines descubiertos para satisfacer todos los gustos, de barrio o en el propio centro histórico, donde el Avenida, el Sevilla y, yendo hacia la Estación, el Delicias se repartían con el Plaza de Toros los numerosos veraneantes. Sus noches frescas invitaban a estar en el balcón, en los patios o sentados en una silla en la acera, envueltos en el olor de los jazmines que adornaban las calles.

El joven Perles, no dudó en salvar a unos náufragos frente a Los Ladrillos, antes de morir de agotamiento

La ciudad era un regalo para el disfrute de los muchos forasteros que una vez estuvieron aquí y ya mantuvieron estos lugares ligados a sus vidas para siempre. Louise era un caso singular, sobrina de nuestro famoso pintor y cartelista político Ramón Puyol, vivía en el exilio. Su padre, Luis, conoció a su mujer, Pilar Martínez, en Gibraltar, adonde había podido llegar estando enfermo y yendo en camilla, gracias a su madre Lucía, que huyó con él de los riesgos de 1936.

Durante unos cuantos veranos, al caer la tarde, llegaba a la entrada del número 8 Crescencio Torés, vestido de un blanco radiante, no tan alto como él hubiera querido ser, pero guapo y distinguido. Ante la envidia de cualquiera que estuviera contemplando la escena, y yo no me la perdía, esperaba a Louise y ambos subían la cuesta camino del paseo. No me he repuesto de aquella visión en la que el odiado (por su suerte) Crescencio tenía para él en exclusiva aquella niña bellísima, una francesita rodeada de misterio y envuelta en nuestras ensoñaciones. Nunca se lo perdonaremos.

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