Campo chico

Algeciras, Calle Real (VII)

  • La ciudad fue perdiendo su personalidad a golpe de mal gusto, hasta desfigurar el centro histórico

Calle Real.

Calle Real.

La caída del protectorado de España en Marruecos, en los últimos años de la década de los cincuenta y tras casi medio siglo de continuos conflictos, de luces y de sombras, desencadenó un movimiento emigratorio de las ciudades del norte, que afectó sobre todo y muy positivamente a Algeciras, aunque también al resto de la comarca.

La Línea y Algeciras, crecieron, respectivamente, un 9 y un 25 % entre 1950 y 1960; La Línea pasó de algo más de 55.000 habitantes a cerca de 60.000, y Algeciras, entonces menos poblada, pasó de casi 53.000 a más de 66.000. Ciudades populosas, de gran actividad turística y comercial, como Tetuán, Chauen, Larache, Tánger o Casablanca, en las que residían muchos españoles, proporcionaron nuevos habitantes a la comarca, por lo general empresarios que crearon riqueza y empleo.

La década siguiente, de 1960 a 1970, se caracterizó por las tensiones creadas por el nacionalismo gibraltareño que, buscando una identidad imposible y aprovechando todo tipo de circunstancias y oportunidades, iniciaría un proceso dirigido a la independencia. Eso supuso una reacción proteccionista hacia la comarca por parte del gobierno español; nunca antes ni después se ha hecho tanto por la comarca: su desarrollo actual se debe a iniciativas llevadas a cabo en esos años.

El cierre de la verja en 1969 fue la culminación del proceso que convirtió a la comarca en una zona industrial jamás antes imaginada y sentó las bases de una de las mayores infraestructuras portuarias de Europa. En contra de los tópicos anclados por la generosa propaganda de la oligarquía gibraltareña, la comarca creció con el cierre, a excepción de la zona limítrofe de La Línea donde se produjeron los inevitables efectos de la vieja dependencia laboral del Peñón, que es la causa y no la solución de los problemas laborales de la zona: emprendimiento y empleo caminan en razón inversa a la proximidad a la colonia.

La Línea perdió en esa década, 1960 a 1970 un 12% de su población, algo más de 7.000 personas, que supondría, más o menos, unos efectos en la población trabajadora de unas 2.000 bajas, a todas las que cuales se les dio alternativa. En la década siguiente, la curva de habitantes vuelve a ser creciente y no debemos perder de vista que la verja no se reabrió hasta 1982. En 1981, La Línea tenía 56.300 habitantes, y en 1970, 52.130; es decir (con verja cerrada) su población creció un 8%. En 1981, Algeciras contaba con más de 86.000 habitantes censados.

El espectacular crecimiento de Algeciras entre 1950 y 1970, que supuso acercarse en la práctica a la duplicación de su población, desbordó todas las previsiones y no se encontró con gestores y técnicos que supieran dirigirlo y acomodarlo a las exigencias históricas y a la demanda. La ciudad fue perdiendo su personalidad a golpe de mal gusto, hasta desfigurar el centro histórico sustituyendo los patios, los cierros y los balcones por casas de pisos, la mayor parte de ellas de una notable fealdad, ascensores, losa, aluminio y cristal de pésima hechura.

La calle Real fue perdiendo su fisonomía y a sus vecinos de entonces no nos queda otra opción que San Roque, concretamente la calle San Felipe, para recrear el recuerdo y la nostalgia. La cuesta hoy tiene un aspecto lamentable. El lugar de la armería de Ferrari, el patio de Clavijo y la sastrería de Julio Alonso, es hoy un feo edificio con problemas legales y “okupas”, cuya promoción y entrega está paralizada. Frente a él, una admirable maestra gibraltareña a la que llamábamos Doña Cari (Caridad Russo), nos enseñó a muchos, a leer y a rezar, a familiarizarnos con el conocimiento y a sorprendernos con la aventura humana.

Era tal la majestuosidad de Doña Cari, que nadie osaba romper el silencio tenido a modo de homenaje a su nobleza

Tengo la imagen de Doña Cari albergada en mi memoria; una cinta de terciopelo negro rodeaba su cuello, sujetando un pequeño bajorrelieve de marfil sobre un fondo elíptico. Era tal su majestuosidad, que nadie osaba romper el silencio tenido a modo de homenaje a aquella gran dama que nos parecía extraída de la nobleza. La recuerdo entrando en aquella sala grande con una mesa larga y no demasiado ancha, a cuyo extremo se sentaba como en un trono.

Cerca de la mesa un gran cuadro enmarcaba una reproducción de la Inmaculada (de los Venerables) de Murillo, ante la que todos los días nos poníamos de rodillas cuando ya nos íbamos a casa y decíamos aquella oración que empezaba así: “Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea”. A la hermana de Doña Cari le llamábamos Miss Russo; era distinta. Entraba de vez en cuando en la sala para dar algún recado a Doña Cari. Parecía un personaje victoriano de Covent Garden. Supe luego que mi querida maestra era viuda de Mr. Sanguinetti y que su hijo Víctor –muy yanito él– trabajaba de contable en la empresa de los De Las Rivas, propietaria de los barquitos de Gibraltar.

Por ahí vivía también la familia Orozco. Juan era hijo del sacristán de La Palma, un hombre, como Pablo el campanero, muy respetado. Era visitador médico, una especie de representante de productos farmacéuticos. En Los Rosales, Ignacio se refería a él como el Doctor Breñades y solía decir que su producto más famoso era “El Agua de Malaya”. Los Orozco emigraron a Uruguay y muchos años después volvieron sus hijos, José Luis y Juan Carlos.

Pepe Cabello era otro vecino, uno de los más importantes; en sus manos estaba nada menos que la gestión del agua potable (Algeciras Water Works Co. Ltd.). Todavía en los años cincuenta, en el portal de mi casa (el número diez) había un grifo al que muchas veces acudían los vecinos para proveerse de agua; mi familia tenía (vivíamos en un primer piso) un pozo intramuros con su correspondiente galápago: animal encargado de eliminar insectos y de preservar, en la medida de lo posible, la limpieza de las aguas no potables.

Pepe Cabello tenía una hija, Lucila, de una belleza y elegancia poco común. Cuando acudía a los concursos hípicos que se organizaban en el campo de fútbol del Calvario en la primavera de los últimos años cincuenta, se producía ese efecto que la sorpresa produce en el personal cuando algo digno de ser contemplado aparece inesperadamente. Lucila casó con uno de nuestros grandes artistas, José García Jaén, al que la gente conocía por Pepe Bazo debido a que era el propietario de la imprenta Bazo (segundo apellido de su padre), en la calle Convento. Gran persona y gran personaje, fue uno de los componentes del legendario grupo Tria 75.

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