Estampas de la historia del Campo de Gibraltar

Juan Martínez, cautivo en la Algeciras musulmana

  • Tres jinetes al servicio de Sancho IV disfrutaban de una cabalgada hasta que fueron apresados por una partida de musulmanes de Ronda

  • El cristiano de Carrión sufrió año y medio de cautiverio en la ciudad gobernada por el meriní Eça

Grabado que representa a unos cautivos cristianos encadenados en una ciudad musulmana.

Grabado que representa a unos cautivos cristianos encadenados en una ciudad musulmana.

Corría el año 1285 cuando Juan Martínez de San Román, natural de la aldea de Carrión; García de la Torre, que era de Jaén, y Tomás Pérez, que residía en Córdoba, estando en Sevilla al servicio del rey don Sancho IV, salieron una mañana de cabalgada por los campos de Alcalá de Guadaira confiados en que acabara el día sin tener ningún encuentro con moros de Algeciras o de Ronda, ciudades que pertenecían a los meriníes norteafricanos, pues aún estaba vigente la tregua firmada por el emir de Fez, el rey Muhammad II de Granada y el soberano de Castilla. Pero, he aquí, que estando descansando en una vaguada, cerca del castillo de Marchenilla, apareció por detrás de una loma una partida de musulmanes mandados por un tal Adalid, con su hermano Mohamed y Harax Almocadén seguidos de siete jinetes.

Aunque las treguas impedían que, tanto los de una parte de la frontera, como los de la otra pudieran tomar prisioneros, robar las propiedades o devastar la tierra, en aquella ocasión la partida de musulmanes, -que eran de Ronda- cogieron presos a los tres jinetes de Sancho IV y los llevaron maniatados hasta la ciudad serrana para venderlos en el mercado de esclavos. Pero el gobernador de la fortaleza rondeña, cumpliendo lo estipulado en la tregua, les negó la entrada con los prisioneros cristianos aduciendo que no era de justicia cautivar a gente que estaba amparada por los pactos firmados. Entonces, Adalid y los suyos se dirigieron a Algeciras con la esperanza de que el gobernador meriní Eça, que era nieto del sultán Abu Yusuf, les permitiese subastar a los tres cristianos en pública almoneda.

Eça no fue tan melindroso como las autoridades de Ronda y dejó entrar por la puerta del Fonsario a los captores y a sus cautivos. Al día siguiente se celebró la subasta de esclavos cristianos en la Alhóndiga Vieja de Algeciras. A Juan Martínez lo vendieron por 12 doblas y media a tres hermanos que se llamaban Baudali Alhakim, Mohamed Almuédano y Mohamed Alçadón. A García de la Torre lo subastaron por 5 doblas y media y a Tomás Pérez por 5 doblas.

"Dios nos ampare, compañeros", exclamó apesadumbrado Juan Martínez cuando, al cabo de la jornada, fue separado de los dos desdichados que habían sido cautivados con él aquel aciago día cerca de Alcalá de Guadaira. No era ajeno el infeliz jinete de Carrión a los sufrimientos sin cuento que sabía que le esperaban en su condición de cautivo entre aquella gente norteafricana. Su única esperanza era que el rey don Sancho fuera informado de su situación y pagara el rescate que, probablemente, exigirían por su liberación sus dueños. Pero aquella esperanza pronto se desvaneció porque Baudalí Alhakim, que era el más viejo de los tres hermanos, le dijo, el mismo día en que fue comprado por ellos a Adalid y a sus compañeros:

"Olvídate, cristiano, de volver a gozar de la libertad. No queremos recibir ningún rescate por tu persona, pues más útil nos serás moliendo trigo en nuestra hacienda del río de la Miel o trabajando en arrendamiento para el sultán en las obras de la Ciudad Nueva que están casi terminadas al otro lado de las murallas".

Aquella tarde lo condujeron, cargado de cadenas, hasta la hacienda de los tres hermanos que se hallaba situada río arriba, en la vega, a una media hora de marcha de las murallas de la ciudad. La extensa propiedad de Baudali Alhakim, Mohamed Almuédano y Mohamed Alçadón estaba constituida por dos aranzadas de tierra de pan sembrar, una huerta con higueras que se localizaba en la margen del río, almendros, viñedos y una almunia de dos plantas con un silo para el grano y un almacén para guardar la harina, los higos secos y las almendras producidas en el predio. En la parte más alejada, allí donde la corriente fluvial se encajaba entre dos enormes farallones de roca, en un lugar agreste cubierto de alcornoques, helechos, ojaranzos y alisos son sus nervudas raíces metidas en el agua, se hallaba el molino hidráulico de los tres hermanos, colindante con otros dos molinos que utilizaban también la fuerza del agua y que pertenecían a un tal Ben Jalifa y al visir Abd Allah ben Rida.

Nada más llegar a la hacienda, metieron a Juan Martínez en una habitación oscura a modo de mazmorra que tenían habilitada cerca del molino con una pesada puerta de madera y un enorme cerrojo. Al desdichado cautivo le pusieron un cepo en la garganta y otro en los pies para que no pudiera moverse ni escapar durante la noche en el caso de que alguien dejara el cerrojo sin correr. Al alba lo liberaban de los dolorosos cepos y le ponían unos grilletes en los pies que le impedían correr e incluso caminar con alguna soltura. Así lo llevaron al molino y lo dejaron junto a la tolva para que fuera echando el trigo en ella y la piedra volandera pudiera hacer su trabajo y moler el grano. Cada cierto tiempo debía arrastrar el saco donde se depositaba la harina obtenida, cerrarlo, apartarlo de las piedras volandera y solera y colocar otro en su lugar. Y así durante toda la jornada hasta que el sol se ocultaba. Sus dueños le habían puesto como condición para no azotarle, que debía moler cada día treinta almudesde trigo (unos noventa kilos de grano).

Al llegar la noche le daban una escasa pitanza compuesta de pan duro mojado en agua con algunas gotas de aceite y varios higos secos. A continuación lo volvían a encerrar en la lóbrega mazmorra y a ponerle los cepos en el cuello y los pies.

En esa labor estuvo Juan Martínez ocho meses.

Al llegar el verano, como era necesaria la presencia de mucha mano de obra en las haciendas para la cosecha y para la molienda, Juan Martínez fue reclamado por sus amos, los tres hermanos, y puesto otra vez a moler trigo. Pero, en otoño, acabadas las labores de siega, recolección y molienda, volvieron a alquilar sus brazos al almotacén de la ciudad, un hombre anciano llamado Abd Alláh, el cual estaba encargado de uno de los baños públicos de Algeciras.

Lo puso bajo la vigilancia de un criado de nombre Hasán. Éste lo tenía, durante el día, sujeto sólo con unos grilletes que enlazaban ambos pies para que se pudiera mover sin dificultad en torno al horno al que debía alimentar con la leña de chaparro o raíces de brezo que se guardaba en la leñera. El objetivo era que se mantuviera siempre caliente la caldera que proporcionaba el agua caliente para la sala de vapores. De noche lo metía en una habitación que había en el patio de los baños. El cautivo cristiano no se podía quejar por el cambio de amo. Hasán era más afable que los tres hermanos y de más limpio corazón porque nunca lo azotaba. Cuando se equivocaba en el mantenimiento del horno, porque dejaba disminuir la intensidad del fuego o porque incrementaba en exceso el calor aplicado a la caldera, se contentaba con reprimirle y amenazarle con utilizar el látigo, aunque nunca usó ese recurso.

En esa labor estuvo el cautivo Juan Martínez otros nueve meses. Del trato con el hornero había surgido una relación de afecto que no era muy común entre esclavos y amos, pero, como el cautivo era dócil y nunca había intentado escapar, a veces Hasán le quitaba los grilletes para que durmiera más cómodo o dejaba la puerta de la habitación donde descansaba sin echar el cerrojo. Una noche se acercó a la puerta y vio que la podía abrir sin dificultad porque el cerrojo no estaba corrido. Sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. Como observara que no tenía puestos los pesados grilletes, con todo el sigilo que pudo, abrió la puerta de la habitación y salió del edificio de los baños y comenzó a andar por una calle que se dirigía a la puerta de Tarifa que, como todas las puertas de la ciudad, estaría cerrada a esa hora de la noche y vigilada por centinelas. A pesar de ello y como confiaba en la milagrosa intervención de Santo Domingo de Silos, siguió su camino esperando salir a la zona extramuros por ella. Pero he aquí que no había andado cien pasos cuando vio a un moro que parecía seguirle. Se paró junto a un horno que, a esa hora, estaba encendido para cocer el pan, y vio que el moro continuaba su marcha sin echar cuenta de él. Entonces pasó por delante de una mezquita cuya puerta estaba cerrada y se metió por una calleja angosta que iba en dirección al mar. A poco, en una plazuela, vio una angostura que creyó que era la entrada a una cloaca y se metió por ella.

En efecto, era una de las cloacas que cruzaban la ciudad de norte a sur y de este a oeste para desalojar las aguas residuales de las viviendas, las casas de abluciones y los baños de Algeciras. Por aquel túnel oscuro caminó el atemorizado cautivo, hasta que, al cabo de un buen rato, salió a lo claro pudiendo contemplar la bahía iluminada por la tenue luz de la luna y algunos barcos de pesca con fanales encendidos que faenaban a una media milla. Se hallaba en la boca de la cloaca, sobre el acantilado. Se lanzó por el farallón yendo a caer en la pedregosa ribera del mar. Caminó por la playa en dirección sur sin ser visto por los centinelas que vigilaban desde el adarve del muro. Cruzó a nado el río que separaba ambas villas y, a continuación, dio con una torre muy alta de tapial que se alzaba en el borde del mar.

Al despuntar el día había dejado atrás la ciudad y tomado el camino que, por la sierra, a modo de una trocha, comunicaba Algeciras con la ciudad de Medina Sidonia, que era de los cristianos. ¡Había alcanzado la ansiada libertad después de un año y medio de cautividad!

(El relato de las peripecias sufridas por los cristianos cautivos en la Algeciras musulmana está recogido en el libro los Miraculos Romançados, escrito, a finales del siglo XIII, por el monje del monasterio de Silos, Pero Marín).

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