Campo chico

Tina, José Silvestre y Los Rosales

  • Ignacio abrió Los Rosales, ayudado por su amigo y preceptor, Héctor Pelegrín, su jefe en la Corchera Española

  • El ¡goan, goan! de Luis Ramos, tal vez fuera un precedente del ¡chirrín chirrán! de Luis 'El Güila'

La calle Real y al fondo, la Plaza Alta.

La calle Real y al fondo, la Plaza Alta.

El fallecimiento el pasado día 28, de Tina, la bella hija del maestro barbero de la parte alta de la calle Real, me ha actualizado la visión de esa especie de cabeza de T mayúscula que corona la embocadura de la calle Carretas. O General Castaños, nombre de antiguo dado en honor del benefactor de la ciudad −principios del XIX− a costa, en gran parte, de San Roque. Cuentan que en el número 4 de esa vía urbana residió algún tiempo el Duque de Bailén. Castaños fue un verdadero alcalde para Algeciras, al modo del rey Carlos III para Madrid. La Plaza Alta se debe a su iniciativa. Se llama así porque la ciudad se eleva desde un antiguo puerto interior fortificado, al que se accedía por el Ojo del Muelle. El puerto fue después desecado y convertido en plaza: la Plaza Baja. Subiendo hacia la colina del cortijo de los Varela (no de los Gálvez), había una ermita consagrada a Nª Sª de Europa y restos de la antigua mezquita árabe. La mezquita fue luego cristianizada por el rey Alfonso onceno en 1344. La ciudad se perdería veinticinco años más tarde. Su reconquistador, Muhammad V de Granada, consciente de que no había futuro para el islam en aquel recinto de noble y vigorosa memoria, mandó destruirla. La tarea se abordó a partir de alrededor de 1390; “bis restaurata” (dos veces restaurada) reza en el joven escudo de Algeciras.

José Silvestre, era un madrileño nacido en los aledaños de la Puerta de Alcalá, funcionario de Correos, encargado de dirigir el movimiento del camión que repartía las cartas por los pueblos de la comarca y de la serranía de Ronda. Bien dotado de bigote, tal cual lo llevaba su contemporáneo Jorge Negrete, solía sentarse en el taburete del rincón noble de Los Rosales. Desde él controlaba los movimientos del camión de Correos. Las mujeres, sobre todo las de buen porte, como Tina, cuidaban al extremo las formas, eran discretas hasta la exageración y evitaban corresponder a las admiradas miradas de los hombres. Pero su feminidad podía más y anulaba la pérdida de frescura que aquello suponía para la cuidada estética de sus andares. El Moya estaba por la mañana lleno de corredores de fincas y de ganado que, alrededor del café, se contaban sus cuitas y se ofrecían mutuamente sus disponibles. El Mercedes era más taurino, pero no le andaba a la zaga al Moya en estos menesteres. Los corredores trataban entonces en los cafés y venían a Algeciras o iban a Estepona a juntarse con los del lugar a intercambiar demandas y ofertas. Así llegó, por ejemplo, a Algeciras desde Ronda, un corredor con el aspecto de ser un personaje descrito por José Carlos de Luna; se llamaba Pepe Vallecillo. Alquiló con su familia una habitación en la pensión de arriba de Manzanete, frente a la sastrería de Ocaña, y se radicó en la ciudad. Un hijo suyo, de su mismo nombre, escribiría como los ángeles, sin que casi nadie le enseñara a hacerlo tan bien. Tenía cuatro o cinco años y en un par de ellos más, se hizo amigo mío y de Santiago Sarmiento, el nieto de la Tía Anica.

Mario Ocaña, uno de nuestros más celebrados intelectuales, era todavía muy pequeño cuando nosotros, los tres, Pepe, Santiago y yo, nos sentábamos en la acera, delante de la sastrería del padre de Mario. La acera tenía un escalón que daba para nuestras medidas. Y correteábamos por aquellos callejones −la calle Panadería, la cuesta de Sacramento o la de la calle Real, el callejón Santa María que las unía, el Ojo del Muelle, que llevaba hasta el mar, donde el pantalán de El Murillo− y en la espléndida explanada de la Plaza Baja cuando ya sólo quedaba el ruido de los frigoríficos de la carnicería de los Merino y, en la esquina del fondo, la tertulia del Chato Huertas, un monárquico cabal de reconocida lealtad a la Historia. Aquel tramo ancho de la calle Panadería era ideal, en él estuvieron los primeros enclaves del mercado. Al final, en el cruce con Prim, el Escudo de Madrid y la Cervecería Universal realzaban el paisaje; como Tejidos Millán o la confitería Rosita y la hilera de ferreterías –una de ellas de Luis “El Güila”− que frente a la entrañable Farmacia de Almagro se alineaban en el flanco izquierdo de la marcha hacia el río. Por esos andurriales estuvo también Bastri y La Giralda, de Manuel Pérez de Vargas, el propietario de las Bodegas La Bahía, donde se hacía contable un muchacho llamado Paco Esteban, que sería con los años el primer alcalde constitucional de Algeciras.

Tina vivía de jovencita en el patio de los Méndez, un enclave que se distinguía desde muchos kilómetros a la redonda. La conífera plantada en el recinto, similar a la del Bahía en El Rinconcillo y a alguna otra de los jardines del Cristina, desafiaba enhiesta al levante vigoroso que de vez en cuando se elevaba desde la Bahía. La Armada y los mercantes se servían de ella o del torreón de los Benítez Santos como referencia, cuando la enorme chimenea de la fábrica de luz del Callejón del Muro, fue demolida. Tina, inevitablemente, se desplazaría hacia el centro de la calzada al pasar delante del Moya camino de la Plaza Alta. En una de esas, José Silvestre se prometería a sí mismo aproximarse. No debió de resultarle fácil, pero lo consiguió, se enamoraron y crearon una extensa familia que tres generaciones después, a poco de fallecer Tina, pondrían de manifiesto su gratitud a Dios por haberla tenido. Se casaron en 1948 y él murió en 1980, había nacido una noche de San Silvestre. Así que el último día del año le tocaba invitar a los amigos en Los Rosales.

Algeciras, desde el mar sobre 1940. Algeciras, desde el mar sobre 1940.

Algeciras, desde el mar sobre 1940.

Ignacio, el conductor de aquel histórico bar, consiguió reunir una clientela única y diversa, muy representativa de la idiosincrasia algecireña. Procedía de Casares y pertenecía a una familia de labradores. Su padre, Alberto, era hermano de Ginesa, la madre de Blas Infante, y ambos hijos de Ignacio, que fue alcalde de Casares por muchos años y protagonizó la escisión de Manilva. Eso sí, conservando para su pueblo los misteriosos baños romanos de aguas sulfurosas, de la Hedionda, que quedaban en el nuevo término municipal. El joven Ignacio abrió Los Rosales, ayudado por su amigo y preceptor, Héctor Pelegrín, su jefe en la Corchera Española. No era un hombre formado en la hostelería y su experiencia laboral le venía del trabajo en la fábrica de luz de su padre, que sería quien electrificaría Casares. Los Rosales se abrió al final de los años treinta y llegó en los cuarenta a constituirse en el lugar de encuentro de la naciente clase media algecireña. Cuando Tina y José Silvestre se casaron, iban por allí los sábados por la noche, coincidiendo a veces con Adolfo Ramos, hijo de don Luis Ramos, y Dorita, su mujer, una malagueña bellísima. El mediodía era generalmente, cosa de hombres. Para mí que la palabra guatisnay fue creada por Luis, dotado como nadie para la generación de neologismos. Su ¡goan, goan! tal vez fuera un precedente del ¡chirrín chirrán! de Luis “El Güila”. ¡Goan, goan! quería decir, si se gesticulaba hacia alguien, que no interesaba lo que éste decía o que era mejor no hablar de eso. El ¡chirrín, chirrán!, más filosófico, traducía la inconveniencia de entrar en el tema que hubiera surgido. En cuanto a guatisnay, se aplicaba a un sujeto mitad malaje mitad metepatas, dado a las salidas de tono y a los exabruptos.

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