Los Rus y los Sarria, y un libro de misterios
Campo chico
Los Sarria hijos, excelentes mecánicos, trabajaron algún tiempo en el prestigioso taller de Baltanás, en el Hotel Garrido
Carlos Rus entra en una especie de cosmología para lectores que aspiran a familiarizarse con los hitos del transcurso del tiempo
La aparición reciente de un libro cuya lectura recomiendo encarecidamente (Misterios y evolución del hombre), espléndidamente editado por Círculo Rojo, me ha permitido no sólo disfrutar de su contenido, un recorrido naíf y bien escrito por la historia del hombre y del cosmos, sino también del recuerdo de muchas cosas entrañables. Su autor, Carlos Rus Bernabé, no es un “hombre de letras” sino alguien hecho a sí mismo, que después de cursar sus años de bachillerato en el Instituto de Algeciras y en la Abadía del Sacromonte granadino, se preparó técnicamente para integrarse enseguida en el mundo laboral. La construcción, la obra civil y la planificación y ejecución del trabajo en el ámbito de la gestión de proyectos de ingeniería, son tareas con las que Carlos estaba muy familiarizado. Era de hecho, lo que hacían lo suyos antes y entonces, décadas atrás y al tiempo que lo hacía él. Su hermano Miguel Ángel, al que llamábamos Piti, fue hasta la jubilación de ambos, su adlátere imprescindible.
La familia Rus y su alter ego, la familia Sarria, fueron pioneros en las iniciativas de ingeniería civil llevadas a cabo en los últimos años cuarenta y década de los cincuenta en Algeciras y sus alrededores. El patriarca de los Rus, Antonio, era un hombre serio, fiable, andaluz más senequista que otra cosa, ligado por familia o cadencias a las provincias de Cádiz y Sevilla, pero nacido circunstancialmente en un pueblito del altiplano almeriense, no lejos del mar y de la capital, a más de setecientos metros de altitud, en la vertiente sureste de Sierra Nevada. Tanto él como tres de sus hermanos nacieron ahí porque su padre participaba en la construcción del ferrocarril desde las minas de Guadix al puerto de Almería.
Como tantas familias ligadas a las obras públicas, construcción de carreteras y vías para el ferrocarril, los Rus nacieron en lugares dispersos, allá donde permanecían años por razones de trabajo. También por eso, llegaron a Algeciras, tanto ellos como sus íntimos, los Sarria. Antonio Rus y Juan Sarria, de la generación de mis padres, fueron esos compadres a la andaluza a los que tanto recurre la literatura y que tanto juego dan en la socialización y en el lenguaje. Juan Sarria era de La Línea y su esposa, Ana, del Tesorillo; contratistas de obras, como los Rus. Las dos familias se conocieron en Alcalá de los Gazules e iniciaron una amistad profunda sin solución de continuidad. Piti, el cuarto de los Rus, nació precisamente en Alcalá, Antonio Salvador y Rafael en Cazalla de la Sierra, al norte de la provincia sevillana, y Carlos en Sevilla. Aquellos inolvidables compadres frecuentaban Los Rosales, donde se relacionaban con clientes y hacían amigos, y en donde Ignacio los recibía encantado.
Maravillosas personas a los que tuve el privilegio de conocer bien, de frecuentar sus casas y de tener a sus hijos entre mis amigos más entrañables. Esos hijos se criaron y crecieron en Algeciras, y si los Rus, por circunstancias diversas, se alejaron físicamente de nuestro entorno, siempre estuvieron entre nosotros, siempre se sintieron entre nosotros. Ana María, la más pequeña, nació en Algeciras y mantiene en su corazón, indeleble, el matasellos de sus orígenes. Era una niña preciosa con la que Dios había bendecido a aquella gran familia, ya numerosa, en la que le precedían cuatro varones. Correteaba con Piti por la amplia azotea de su casa, que hoy parece abandonada a su suerte, en el tramo del final de la calle San Antonio, donde confluye con el Secano, ya en el tramo norte, probablemente el más comercial. El portal estaba junto al primitivo gran almacén de bebidas de los Acosta, promotores de Super Sol. Pero nosotros utilizábamos para acceder, la entrada posterior, la de la calle Matadero (Teniente Miranda), más lugareña. En un pequeño cobertizo de la azotea jugábamos a los botones, un deporte de mesa muy practicado en aquel tiempo, tanto como el de las bombas en la calle.
Los botones era un deporte minoritario que requería de ciertos recursos y no pocas habilidades. Una mesa de dos o dos y medio por uno o uno y medio metros, aproximadamente, lijada, encerada y delineada como un campo de fútbol. Diez botones de tamaño medio, lijados por debajo, bien redondeados y con un pequeño distintivo de color en su parte superior, un papel coloreado servía (era la camiseta). Un botón pequeño blanco y muy delgado, de cuello de camisa, limado por las dos caras, para hacer el papel de pelota, dos porterías de cartón de unos doce centímetros de frente y tres o cuatro de profundidad, y finalmente el portero, un corcho cilíndrico de tres centímetros de diámetro y uno y medio de altura, decorado con los colores del equipo. Dar con los botones adecuados era lo más difícil, porque tenían que estar homologados por el colectivo. Los había, casi en exclusiva, en una pequeña mercería de la calle Convento, en la esquina norte de San Antonio y, desde luego, en Ramírez donde, como es sabido, se encontraba de todo. El tirador era un gran botón plano y vistoso con el que se hacía fuerza en el borde de los jugadores para lanzarlos y empujar la pelota. Juan Mari Ríos, Paco Moya, El Quili, Manolo Pérez Vigo, Fali y Carlos Rus y unos pocos más constituíamos mi comunidad de coleguillas. Los campeonatos eran muy reñidos porque todos éramos muy buenos. El cobertizo de la azotea de los Rus era ideal, y la mesita también; color madera de pino y magníficamente preparada.
Yo convencí a Isabelita, mi madre, de que la mesa del comedor grande (había otro, el chico, el de diario) era ideal para campo de botones y aunque me costó, conseguí habilitarla colocándole un cristal. Jugaba en ella, sobre todo, con Paco Moya, que era del Barcelona. Yo era del Bilbao y Carlos, naturalmente, era del Sevilla. Resultaba emocionante tener un botón que se llamaba Loren porque por entonces nuestro admirado conciudadano, que por ahí anda con su permanente chándal de deportista, jugaba en el Sevilla. Ignacio, mi padre, me decía que eso de que todos los futbolistas fueran de la localidad era muy a tener en cuenta, por eso me hice del Bilbao. Hoy se asombraría de ver a un bilbaíno de piel negra, llamado Iñaki. Cuando los Rus se cambiaron de casa, el traslado trastocó a la afición. Se fueron a la calle Larga, por bajo de El Racimo de Oro, una taberna legendaria. A la casa donde vivían los Carbonell, una familia de origen alicantino cuyo patriarca, José María, vino de secretario al Ayuntamiento. Coralito, una de sus hijas que era de nuestra edad, nos enamoró a todos con su belleza y su encanto personal.
En la calle Larga, los Rus entraron en contacto con el escenario principal de mi infancia, el Callejón de las Viudas, frente a su nueva casa, y con personajes como los hermanos Juan y José Morales, que vivían en un patio lleno de flores que aún se conserva. Con Juan y Eduardo Ramírez, José Antonio Olalla y los Patricio, Manolo, sobrino del médico Manuel Patricio, dueño de la fábrica de hielo del Callejón del Muro, y Manolín, su hijo. Carlos y yo anduvimos rondando a una misma muchacha, que vivía precisamente en este último callejón, cuando era la antesala del paseo marítimo; allí vivió también su infancia, nuestra María Luisa Rondón; a la que recientemente se le ha puesto una placa de cerámica, conmemorativa. Carlos tuvo algo más de éxito que yo, pero la muchacha de nuestro común enamoramiento acabaría casándose con un futbolista que vino de fuera a jugar en el Algeciras. La verdad es que nos enamorábamos fácilmente, pero sin pasar de lo platónico y sin salir de la calle Ancha, de la Plaza Alta o de la Escalerilla. Carlos se casó con una granadina y yo con una vallisoletana. Los Sarria, Diego, Juan y José María no tuvieron que mirar hacia afuera.
La mujer de Diego, Maruja, era de una belleza impresionante. Y aunque Diego, nuestro querido Diego Sarria, era una magnífica persona, no acertábamos a comprender a qué se debía merecer un bellezón de tal calibre. Todos los Sarria pudieron ser leales en el amor, a su tierra. De los Rus, sólo el mayor, Antonio Salvador, mereció la atención de una muchacha de estos pagos, María de la Luz Hidalgo, que no sé si nació en Algeciras o en Tarifa (véase el nombre), de donde era su familia, unos curtidores de excepción (Hidalgo y su socio y concuñado, Coronado) que tuvieron en la calle Sacramento uno de los establecimientos del sector con más prestigio de Andalucía. Juan Sarria sí que casó con una tarifeña de lujo, Maribel Escribano, hermana de la gran María Luisa, que durante años regentó una carnicería muy estimada, en la plaza, luego continuada por un gran profesional, Loren, su oficial, y el socio de éste, Raúl, unos carniceros de primera división.
Los Sarria hijos, han sido todos excelentes mecánicos y trabajaron algún tiempo en el prestigioso taller de Baltanás, en la barriada del Hotel Garrido, a poco de la bocana de la Bajadilla. Vivían en una coqueta casa unifamiliar frente al Instituto, a la que se accedía por una pequeña escalera que conducía a un porche previo a la entrada de la vivienda. Un Fiat topolino, aparcado en el acceso era señal de que Juan padre estaba por allí. Ana Asenjo Infante, su esposa era pariente de Blas Infante. Ana y su amiga Josefa (Doña Pepita) Bernabé, eran unas mujeres que irradiaban paz y bondad. Las sentí siempre como a mi propia madre, y su recuerdo me traslada al encantamiento que suponía estar cerca de ellas. No sé como accedí a esa amistad de adolescencia, pero pensar en el parque por las mañanas de los domingos con Juan y Carlos, vestidos los tres como Dios manda, con chaqueta y corbata, o en las excursiones al Bujeo o al Peñón del Fraile en Sierra Luna, para recrearse con algunas de las más hermosas vistas que es posible contemplar en la Tierra, me llena el alma de un aire fresco y confortable, tal que estuviera en la costa frente a la Bahía.
Carlos Rus ha publicado dos libros de poemas, Expresiones del alma (2008) y Poemas de luces y sombras (2013). Ahora, con Misterios y evolución del hombre, se diría que entra en una especie de cosmología para lectores que aspiran a familiarizarse con los hitos habidos en el encadenamiento del transcurso del tiempo, de las civilizaciones, de los descubrimientos, de la vida del hombre, en fin, de los misterios que rodean a su evolución en el cosmos. Son reflexiones que resultan próximas, que invitan a ser compartidas. Que parecen aspirar a tener en el lector la compañía de una complicidad deseada.
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