British, Hoteles y Joaquín Calvo y familia
Campo chico
La menor de los hermanos se llamaba Isabel y había nacido como todos ellos en Casares, en la calle Carrera
Joaquín ha cumplido con lo que se propuso y ha cumplido tan bien, que me produce un respeto imponente
En Algeciras, con las espaldas hacia el norte, mirando de frente, desde el otro lado del río; es decir, del paseo de las horcas ferrosas que construyeron sobre su viejo cauce; a la altura de la calle donde tantos parabienes gitanos recibiera el Nazareno, se eleva el formidable edifico del Hotel Anglo Hispano. A punto estuvo de irse a pique en tierra, ese histórico monumento urbano cuando la especulación y el cabotaje del mar del capital de los posibles, le echaron el ojo desde el trasero de sus ambiciones. Pero se salvó y si ahora es el majestuoso consulado del Reino de Marruecos, se debe a que el propósito que supuso su salvación no pudo ser como hubiera querido que fuera, quien tuvo la idea genial de arreglárselas para buscarle un destino.
Precisamente era el cauce del río, que ahora tiene biografía gracias al trabajo magistral de Juan Ignacio de Vicente y de Pedro Ríos, la divisoria entre las Algeciras, la vieja y la nueva que ahora resultan ser, recíprocamente, la nueva y la vieja, por mor de investigaciones más recientes. Será inevitable, no obstante, que sigamos llamándolas como siempre las hemos llamado, para mejor entendernos. La Villa Vieja, donde nació Diego el Capi, los Rayos X, el callejón de la Vieja, Casa Miguel, o el Patio del Coral mantendrán su vigor a pesar de las ignorancias consustanciales a ese horizonte oscuro de las dejaciones. Cerca del Patio del Coral, más o menos tras el Anglo, estaba la Gota de Leche, llevada luego allá por los aledaños de la Fuente Nueva, cuyo nombre no puede ser más gráfico de las necesidades de una época de mucha brecha y desigualdades.
Muy british era todo aquel sector del Paseo de la Conferencia hacia el interior, rematado con el espléndido Hotel Reina Cristina, british britishdel to, y con el Parque Smith o de las Acacias, que aún arrastra el nombre de su promotor, un rico comerciante gibraltareño de origen inglés (según parece), consignatario de buques, llamado William James Smith (o Santiago Jaime, a decir de algunos), que fue vicecónsul británico en Algeciras. Hay mucho que decir y no poco escrito sobre la arquitectura inglesa asentada en la Villa Vieja. Trabajos de índole científica (Ana Aranda, Carlos Gómez de Avellaneda) y artículos de prensa en Europa Sur, con importantes firmas (Torremocha, Martín Matilla, Ocaña, Tapia Ledesma) nos han ilustrado de manera espléndida y amena sobre el particular.
En los últimos años del siglo XIX y primeros del XX, el desarrollo económico y la preeminencia del Reino Unido, adelantado de la llamada Revolución Industrial, cuyos inicios pueden situarse en los primeros mil setecientos, estaba en toda su madurez y se habían superado los malos efectos derivados de los conflictos bélicos con causa en Gibraltar, tan inútiles como sangrientos. Sin dejar de ser una cuestión de Estado la recuperación del dominio sobre la colonia, las relaciones entre el Peñón y la comarca se parecían mucho, dentro de un orden peculiar, a la normalidad. El desequilibrio entre el territorio colonial y el de la comarca empezaba a consolidarse y la decadencia española extendida a lo largo del siglo XIX, coincidía con el gran protagonismo del Reino Unido en el mundo.
Las relaciones de los gibraltareños con las ciudades españolas adyacentes vivieron entonces sus mejores momentos, tanto es así que el gobernador de Gibraltar entre 1802 y 1820, el duque de Kent, padre de la famosísima reina Victoria de Inglaterra, tuvo durante años en San Roque una casita idílica en la que disfrutar del clima y de las buenas compañías. Su amistad con el general Castaños, comandante militar del Campo de Gibraltar hasta su participación en 1808 en la Guerra de la Independencia, era de dominio público. Al fin y al cabo, los ingleses fueron los aliados de España contra el depredador Napoleón. Otro duque británico, el irlandés de nacimiento, Arthur Wesley (Wellesley, más tarde), duque de Wellington, fue un elemento decisivo en la guerra de la Independencia española frente a la Francia de los Bonaparte. Derrotaría en 1809 al ejército de José, el hermano de Napoleón, rey de la España invadida, en Talavera de la Reina siendo por ello nombrado Vizconde de Talavera.
Refiriéndome a las calles, en mi anterior campo chico mencioné el nombre de Juanito Morrison, el ingeniero inglés que llegó a integrarse en la sociedad algecireña de su tiempo y fue el autor y director del proyecto de construcción de la línea de ferrocarril entre Algeciras y Ronda. No son nada infrecuentes este tipo de asociaciones entre un extranjero; cuanto más un forastero; que aparece accidentalmente por la comarca y acaba identificándose hasta tal punto con sus habitantes que se hace indistinguible de ellos. Abundan los ejemplos y seguro estoy de que todos hemos conocido un par de casos por lo menos. Los ingleses, cuyos románticos viajeros ya se habían referido a las excelencias de la zona, se sentían muy motivados pensando en un Gibraltar con presencia e influencia en España, de modo que empezaron a mover los hilos para establecer una comunicación fluida con el interior del país al que habían arrebatado fraudulentamente un pequeño, pero presumiblemente próspero, territorio. A eso se añadía la inmensa fortuna de que ese territorio estuviera en un lugar privilegiado.
En junio de 1888, el día 14, se constituyó en Londres la Algeciras-Gibraltar Railway Co. Naturalmente, los británicos, que prefieren pedirte el reloj y darte ellos la hora, estaban pensando en Gibraltar, sólo que alguien, quizás por advertencia del gaditano Emilio Castelar, que fuera presidente de la Primera República y era entonces presidente del Consejo de Administración del proyectado ferrocarril de Jerez a Algeciras, fue los suficientemente perspicaz como para sugerir que la terminal del ferrocarril estuviera en Algeciras y no en las proximidades de la colonia. Ya una ley de 1877 preveía una línea de Jerez a Algeciras, siempre pensando en Gibraltar, bajo el patrocinio tutelar de una compañía británica. Incluso se pensaba en comunicar por tren a todas las ciudades de la comarca, redactando un proyecto de enlace de Ronda con la línea de Córdoba a Málaga y conexión en Bobadilla con prolongación a Algeciras.
La convocatoria de una conferencia internacional sobre Marruecos, a celebrar en Algeciras en 1906, que en realidad pretendía diluir, y no lo consiguió, el clima prebélico de la época, despertó aún más el interés británico por la comarca. La boda del rey Alfonso XIII con Victoria Eugenia de Battenberg, nieta de la reina Victoria de Inglaterra y biznieta del duque de Kent, ya prevista entonces y celebrada poco después de la conferencia, abonó más las intenciones inversoras británicas en España. Las iniciativas hoteleras se multiplicaron y en poco más de una década de cambio de siglo, en Algeciras se incrementó el gusto por lo inglés (lo británico es una añadidura poco significativa) hasta en la arquitectura. El litoral de la Villa Vieja fue el asentamiento residencial, una especie de adelanto de Sotogrande, para los british con poderío que recalaban por estos pagos de Maria Santísima.
El Hotel Reina Cristina, el Anglo-Hispano, el Término y el Sevilla florecieron por aquellos parajes, a la luz de aquellas iniciativas y de aquellos modos. El primero ahí está, gracias a Dios, y el segundo tuvo la fortuna de encontrarse con quien habría de salvarlo. El tercero se demolió definitivamente en 1988 y el cuarto perdió su primitiva vocación, pasó a llamarse Edificio de la Transmediterránea y ahí anda dubitativo y majestuoso, preocupado por su futuro. Entre el Anglo-Hispano, hoy consulado marroquí, y el edifico que hace esquina en la calle Catalanes, un solar guarda silencia sobre lo que albergó. Fue lo más ajustado al nombre que se da a la zona: la Banda del Río. Ahí, pegado al Anglo, estuvo el Término y junto a él una explanada ante unas casas de pueblo de puerta en calle y un par de patios de vecinos. En el patio vivía un buen hombre, conductor de profesión, que apodaban El chivo y era chofer del abogado Leocadio Pérez de Vargas y en la vivienda, a la derecha del acceso al patio, una familia llegada de Casares, perteneciente in extenso a la de don Leocadio.
Alberto PdV
, que fuera hijo del alcalde de Casares, y su esposa, Isabel Mena, tuvieron posibles, de hecho fueron propietarios de una fábrica de luz –como se llamaban entonces los generadores de energía eléctrica− que fue la primera en proveer de electricidad a una buena parte del sur de la serranía de Ronda. Pero las cosas no rodaron bien y esos PdV, como muchos otros, emigraron a la costa asentándose sobre todo en Estepona y en Algeciras, pero también en La Línea y en Chiclana. Los PdV a los que me refiero eran siete, el matrimonio, tres mujeres y tres varones. Al padre lo colocaron en el Consumo, el organismo de inspección del Mercado, y el mayor Ignacio, ya vino como administrador de la Corchera Española. Pero pronto, con la ayuda de su protector, Héctor Pelegrín, se independizó.
En los años treinta, Ignacio, que en la práctica era el mantenedor de la familia, abrió un bar en la Plaza, justo donde nacieron los Rovira, entre el rincón de la calle Sacramento y la bocana de la calle Tarifa. Más tarde, trasladó su negocio a la Marina, donde pasó los años de guerra, y luego, definitivamente, en 1940, al local que dejaba vacío la Notaría, en el número 2 de José Antonio, en el edifico de los Sotomayor, uno de cuyos hijos, jesuita, historiador y arqueólogo, Manuel Sotomayor Muro, sería el descubridor de los hornos romanos del Rinconcillo, contribuyendo de modo importante al conocimiento de la Algeciras preandalusí. El bar, Los Rosales, tendría de vecino inmediato a Correos y Telégrafos y, después del magnífico portal de mármol, doblando la esquina con la Plaza Alta, a la tienda de tejidos de don Miguel Lozano, la Africana, donde antes trabajó de cajera Isabelita Luque, que ya entonces era su esposa.
La menor de los hermanos de Ignacio tenía veinte años menos que él, se llamaba Isabel y había nacido como todos ellos en Casares, en el número 51 de la calle Carrera. Una casa que es hoy museo porque en ella también nació Blas Infante, hijo de Ginesa PdV Romo, una de las hijas del alcalde Ignacio. Isabel fue una mujer extraordinaria, de esas que todo lo comparten y en cuya casa todo el mundo es bienvenido. Su marido, Joaquín, era consciente de la categoría humana de su esposa, de su inmensa bondad y de su bien definida personalidad que la convertía en referencia donde quiera que estuviera. Joaquín era ese buen hombre machadiano que parecía concentrar en sus silencios la bondad y la paciencia que se materializan en la bonhomía. Mucho aprendí de su conocimiento de nuestra ciudad y mucho más de su actitud ante la vida y sus inconvenientes.
Me refiero a ella, a mi querida e inolvidable Isabel PdV Mena, como podría hacerlo a cualquiera de su entorno porque son todos maravillosos y porque están de actualidad. Era la madre de Joaquín Calvo, un funcionario municipal que el pasado lunes día 9, se jubilaba después de cumplir cuarenta y cinco años de servicio a la ciudad de Algeciras, haber puesto en orden miles de veces la compleja maraña de las cuentas públicas y haber salvado de la piqueta poniendo en valor el mucho que tiene el hotel Anglo-Hispano.
El ambiente familiar en el que nació y creció Joaquín fue su escuela y lo sería para cualquiera que quisiera ser una persona de bien con mucha, muchísima, capacidad de trabajo. La noticia me ha actualizado aquella casa junto a la iglesia del Corpus Christi, en la que vivía su párroco, el gran padre Sebastián Llanes, aquel locutor inmortal que se llamaba Pepe Ojeda y mi viejo condiscípulo, Manuel Gaona, junto al que aprendí matemáticas en el Instituto, con don Nicolás. Pensaba en ello cuando supe que Joaquín ya había cumplido con lo que se propuso y ha cumplido tan bien, aprendiendo mientras hacía su trabajo, que dada mi experiencia en la tarea, me produce un respeto imponente.
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