David Galván: “A veces hay que quitarse el pensamiento racional y tirar de corazón”
Entrevista al torero triunfador de la Feria Real de Algeciras 2025
El diestro gaditano rememora su faena en Las Palomas dedicada a Miguelín, cuenta cómo vivió la espeluznante cogida en Soria y reflexiona sobre el toreo, las mujeres, la memoria y el modo de volver
David Galván se hizo estatua y memoria de Miguelín en Algeciras

Algeciras/La mañana se había presentado como tantas otras en Algeciras: con un levante de esos que remueven la arboleda del parque María Cristina y doblan la luz a través de las hojas. David Galván llega puntual, con su apoderado Miguel Ortega caminando medio paso por detrás. Viste con la pulcritud habitual, ese tipo de elegancia que no necesita llamar la atención porque ya la tiene. Pero esta vez, a diferencia de otras, luce un collarín blanco que le envuelve la garganta como si algo, en el último momento, hubiese querido detenerle el destino.
Tres días antes, en Soria, un toro de Los Maños lo derribó con furia seca. En cuanto cayó al suelo, le pisó el cuello. El parte médico hablaba de traumatismo abdominal, gas intrahepático en el sistema portal, contusiones en la mandíbula y en las costillas. Galván no se queja. Sonrie cuando se le pregunta cómo se encuentra. “Bien”, resume. Es Miguel Ortega, en un aparte, quien reconoce la verdad: que las noches se le hacen imposibles, que no encuentra postura, que el dolor se le mete como un huésped incómodo entre las vértebras.
Pero esta mañana no toca hablar de hospitales, sino de plazas. De una, en particular: la de Las Palomas, donde, hace apenas una semana, Galván firmó una faena con la que se podía escribir una carta de amor a la memoria de un toreo.
Lo que hizo aquel día no fue improvisado. No del todo. “Lo tenía en la cabeza”, explica, con la naturalidad de quien remueve un guiso. Si el toro se prestaba, haría el homenaje. Así, sin más. Porque había una deuda. Porque Algeciras y Miguelín van de la mano, y él se siente parte de esa cadena.
Fue aquí, recordó, donde empezó a pisar las primeras fincas. Sus primeros tentaderos como profesional. “Fue en casa de la familia Mateo”, apunta, y a partir de ahí empezó a comprender el fenómeno. Lo que significa el maestro Miguelín para esta tierra. No como un torero, sino como algo más. Un mito.
“Siempre he pensado que cuando se habla del torero y el pueblo, Miguelín y Algeciras son el ejemplo más claro”
“Siempre he pensado que cuando se habla del torero y el pueblo, Miguelín y Algeciras son el ejemplo más claro”, dice Galván. Era un ídolo fundido con el paisaje. Como si el viento salvaje del Estrecho no se entendiera sin él.
Por eso, cuando vio que el toro de Fuente Ymbro —a pesar de su aire suelto, de su querencia dispersa— podía obedecer, apostó. “Muchas veces hay que quitarse el pensamiento racional y tirar de corazón”, confiesa. Se echó el capote a la espalda y citó con esa figura tensa que espera el riesgo como quien espera una visita antigua. “Sabía que era imposible hacerlo como el maestro. Solo podía hacerlo a mi forma”. Y lo hizo. Aquella espaldina fue un momento breve, intenso, como un relámpago que deja luz en la retina.
Brindis a Antoñili, la mujer que volvió a la plaza
Luego vino el brindis. Eso sí fue del todo inesperado. Antoñili, la viuda de Miguelín, estaba en el tendido de Las Palomas. Hacía años que no pisaba la plaza. Nadie contaba con su presencia. Pero allí estaba, como si todo hubiese sido escrito con una caligrafía primosora.

Galván lo cuenta con una mezcla de gratitud y asombro. Que esta misma primavera, en un tentadero en la finca de la familia, ella había decidido asistir solo porque él iba a estar. “Me dijeron que yo era su torero”, recuerda, todavía sorprendido. Nunca habían tenido una relación cercana. Ella, siempre amable, siempre en un segundo plano. Pero fue, y lo dijo: que le hacía ilusión verlo. Que iba por él. “Me encantó su carisma, su bonomía, su cariño”.
Y entonces lo supo. Que el brindis no podía ser solo un gesto hacia el maestro fallecido. Que tenía que ser, también, para ella. Para la mujer que había compartido la vida del torero. Para ese otro ser que no pisa el albero, pero sostiene al que lo pisa.
“No quería que fuera una sustitución del maestro. Era un brindis a Antoñili”
“No quería que fuera una sustitución del maestro”, matiza. “Era un brindis a Antoñili”. A su figura, a lo que representa. A las mujeres que están detrás del traje de luces: madres, hermanas, parejas. “Son ellas las que te dan la fuerza para estar ahí”.
A Galván le hablaron una vez —no recuerda bien quién— de los dos tipos de mujeres que hay en la vida de un diestro: las de hierro y las de corcho. Las primeras te hunden, decía aquel; las otras, te hacen flotar. La metáfora, medio en broma y medio en serio, se le quedó en la memoria hasta que encontró su lugar. Y fue una mujer, precisamente, quien le enseñó a entenderla.
“Con mi historia del corcho también”, reconoció. Aquella etapa en la que trabajaba en el campo, en Los Alcornocales, con las manos y la cabeza puestas en la corteza de los alcornoques, coincidió con un momento de tránsito interior. De transformación. Fue su comadre —la madre de sus ahijados— quien le dijo que lo asumiera así, como si estuviera arrancando capas viejas de su propia historia. “Como si me estuviera descorchando a mí mismo”, le dijo. Y tenía razón.
Por eso, cuando meses después leyó aquella entrevista suya en las páginas de Europa Sur tras lo de Madrid, cuando vio negro sobre blanco la frase que hablaba de dejar atrás las tardes del descorche, se emocionó. No por nostalgia, sino por reconocimiento. Porque supo que ese trabajo con las manos no había sido solo campo y esfuerzo: había sido símbolo. Una forma de limpiarse por dentro.
Las mujeres de su vida, dice, han sido eso: luz y sostén. Su madre Juani, su abuela, su hermana Lucía. Cada una, a su manera, una brújula.
Palmas de Oro sin estantería
Galván ha sido el triunfador rotundo de la Feria Real de Algeciras 2025. No lo dijo él, lo dijo la plaza. Tres orejas, un toro de vuelta al ruedo, y una comunión con el público que parecía escrita en la arena desde hacía tiempo. Pero hay un detalle amargo en esa victoria. Desde hace más de una década, los triunfadores de la feria reciben el reconocimiento... pero no el premio. Ni gala, ni estatuilla, ni ceremonia. El Ayuntamiento anuncia cada año los galardonados, pero los trofeos nunca llegan.
“Es una pena, porque una feria como Algeciras merecería entregar sus premios”
Galván lo expresa sin reproche, pero con cierta tristeza. “Es una pena, porque una feria como Algeciras merecería entregar sus premios”. Habla con claridad, sin rodeos, como quien no se resigna. Explica que la entrega de trofeos no solo es justicia para los toreros, sino también promoción para la ciudad. “Es otro día que el nombre de Algeciras aparecería en los medios, se le daría categoría a la feria, se le daría importancia”, razona.
La Palma de Oro, recuerda, no existe en ninguna otra plaza. “Es un galardón muy bonito”, insiste. A él le corresponden como poco cinco. “Pero ninguna la tengo en casa”, suelta con una media sonrisa. La frase queda suspendida, como una de esas verdades que ya no duelen pero siguen escociendo.
El jardín de los niños valientes
Después de la faena de Algeciras, después de la salida a hombros y del calor, Galván tardó más de una hora en salir de Las Palomas. Atendió a todos. A los niños, a los mayores, a los que querían una firma y a los que solo querían mirarlo de cerca. Lo hizo en la furgoneta, con la paciencia del que sabe que el torero también es público.
Y cuando por fin llegó al Hotel Montera, en Los Barrios —su cuartel general—, pensó que los niños no estaban porque ya era tarde. Los del proyecto Por una sonrisa. Pero en cuanto cruzó el umbral, salieron todos. Habían estado fuera, en un taller, esperándolo.
Lo cogieron de la mano, lo arrastraron al jardín y echaron allí otro rato largo, de risas. Galván los visita cada año. Los admira. “Son unos campeones”, asegura.
“Te das cuenta de que el sentido de la vida va mucho más allá de muchas cosas que creemos importantes”
“Esos sí que son unos triunfadores”. Lo repite como quien quiere dejar constancia. Porque los ha visto: niños en tratamiento oncológico, con la cabeza pelada por la quimio y los ojos encendidos por el campamento de verano. Pequeños gladiadores que, por unos días, salen del hospital para vivir una semana mágica.
“Te das cuenta de que el sentido de la vida va mucho más allá de muchas cosas que creemos importantes”, reflexiona el espada.

El miedo como medida de las cosas
La cogida de Soria no fue una voltereta más. Ni un susto de esos que entran por un pitón y salen por la puerta de la enfermería. Fue una sacudida. De las que dejan aire atrapado en lugares donde no debería haberlo. De las que hacen pensar. “Me recupero bien… solo un poco dolorido”, repite Galván, bajando los ojos con una mezcla de pudor y resistencia. Como quien no quiere concederle al dolor más protagonismo del necesario. Pero lo cierto es que el cuerpo aún está magullado. El cuello, rígido. El abdomen, inflamado por dentro.
“Era un toro muy complejo”, recuerda. Un Santa Coloma orientado, con esas teclas traicioneras que no suenan hasta que ya es tarde. Pero Galván había empezado a encontrarle el sitio. “Empecé a enjaretarlo…”, sentencia, con una satisfacción contenida. La faena había comenzado a crecer: la música, el público, el toreo con hilo fino. Hasta que en el tercer muletazo por el pitón derecho, el toro dijo basta.
“Podía haber sido algo mucho más grave”
“Intenté rodar…”, recuerda. Pero no se escurrió lo suficientemente lejos. Luego, el pisotón. Justo en el cuello. Justo en la conciencia. “Ahí fue donde me dejó noqueado”, confiesa. El cuerpo se rindió durante unos segundos. Después, todo ocurrió deprisa: lo llevaron en volandas a la enfermería, intentó resistirse, pidió tiempo, pero los médicos no se lo dieron. Le pusieron la mascarilla, lo sedaron. El abdomen estaba duro. El miedo, dentro.
El parte médico hablaba de “gas intrahepático en el sistema portal”. Un lenguaje frío para algo caliente. Por suerte, no hubo rotura. Solo un traumatismo. “Podía haber sido algo mucho más grave”, admite. Y no lo rememora desde el susto, sino desde la gratitud. Porque el miedo, si algo bueno tiene, es que pone las cosas en su sitio.

Cutervo y la gratitud que no se olvida
Había una corrida en Perú esperándolo al día siguiente de Soria. En Cutervo, en plena cordillera de los Andes, una plaza al filo del cielo. Pero los médicos fueron rotundos: ni hablar de coger un avión. El cambio de presión con ese gas en el hígado podía ser letal. Galván lo entendió. Aunque doliera. Aunque supiera que Cutervo era más que un compromiso profesional: era una forma de devolver el gesto a un país que le abrió las puertas cuando no tenía dónde torear. Cuando ni en el Campo de Gibraltar no anunciaban.

“No es cualquier plaza”, explica. La organiza Tito Fernández, empresario de Acho, el gran coso de Lima. “Él me llevó cuando no tenía nada”, recuerda. Lo aclara como quien repasa una deuda que aún no ha terminado de saldar.
Cuenta que en Perú hay dos circuitos: el informal, lleno de plazas portátiles y entusiasmo; y el serio, con contratos firmes y palabra cumplida. “Vamos con condiciones, sí”, añade. “Pero también por gratitud”. Porque allí lo vieron antes que aquí. Porque allí lo respetan. “Y la de mensajes que he recibido desde Perú por no ir… ha sido tremendo”, reconoce el gaditano, aún impresionado por el cariño.
De momento, la mirada está puesta para reaparecer en Manzanares. El 12 de julio. “Por ahora, ese es el objetivo”, afirma sin dudar. Lo dice como quien necesita marcar una meta en mitad del camino. Luego vendrá La Línea de la Concepción con los Victorinos. Y al día siguiente, Santander. Un mes intenso.
“El cuerpo va respondiendo”, asegura. El alma, también. Porque el toreo, como la vida, no se mide solo en heridas, sino en el modo de volver.
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