La foto de Ana García Obregón, saliendo de una clínica en silla de ruedas y con el brazalete que les ponen a las parturientas para que no se despiste su bebé, como si hubiera estado dando a luz sin quitarse las gafas de sol, me ha impactado. Imagino que la verdadera recién parida habría sido conminada a abandonar el hospital por alguna puerta trasera, sin tantos miramientos como recibe la clienta. Allí estaba, en actitud beatífica, para quedar inmortalizada por la cámara que previamente había sido pactada para sacar la instantánea, por la que seguro que se ha llevado un buen pico, quizá incluso más de lo que le ha pagado a la joven a la que le ha encargado la niña. Obviamente, ahí no queda la cosa. Ana nos sigue dando exclusivas para ir relatando los pormenores de esta especie de paternidad en diferido (gracias, María Dolores), ya que es promovida post mortem, para -según dice- cumplir los deseos de su hijo, fallecido hace tres años.

Y no podemos mirar para otro lado, como hacen ciertos sectores que después se rasgan las vestiduras con su particular "respeto" a la vida. Esa gente que piensan que la mujer no es dueña de su cuerpo a la hora de abortar, pero sí lo es para hacer negocio con él. Al vientre de alquiler y a la prostitución, las separa una fina línea. Son muchos los casos conocidos de gente famosa y rica que alquilan los cuerpos de mujeres para hacer realidad algo que pueden conseguir sencillamente adoptando a una de las miles de criaturas que están solas en el mundo, que carecen de lo más básico para asegurar su integridad física y emocional y a las que no les espera ningún futuro. Eso sí es un acto de generosidad y de amor, no adquirir un hijo a la carta.

No sé si este modelo significa un progreso respecto al de hace unos años cuando, sencillamente, se robaban recién nacidos en el mismo paritorio para venderlos a familias "de bien". Una industria que monopolizaban monjas y ginecólogos. Pero, lo que es indudable, es que seguimos empleando el viejo recurso del cuerpo de la mujer como territorio para el placer, como escaparate para el consumo o como contenedor para la reproducción.

Y, en definitiva, todo también se reduce a un asunto de dinero. Quien lo tiene se puede permitir adquirir los bienes que le apetezcan: desde el lujo para alimentar a la vanidad, a sofisticadas cirugías para detener los calendarios; desde intrincadas ingenierías para no pagar impuestos, a sirvientas para satisfacer sus caprichos. La subrogación de embarazos es, en realidad, un ejemplo palpable entre las diferencias de clase, algo que ahonda aún más la brecha entre ricos y pobres; al tiempo que constata, que el cuerpo de la mujer, sigue siendo un campo de batalla.

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