De Torrente a ‘La Nausa’ de Sartre

17 de julio 2025 - 03:05

He oído que Torrente ha dicho que ya no puede crear más, que la realidad le ha superado, y lo peor es que le creo. Al hacerlo, me cuesta imaginar lo que viene tras esa línea roja que define al personaje, pues no ha sido Santiago Segura sino su Torrente el autor de la sentencia.

Todos llevamos un Torrente escondido y, como la naturaleza es sabia, el peso en la conciencia es atenuado por el olvido y el relato, que son los dos componentes de la supervivencia. Luego viene la tolerancia, y entre la personal y la social lo tenemos casi resuelto para andar por casa.

Sartre, en un momento de lucidez entre borrachera, un mal polvo y la resaca de un porro, se inventó la genialidad de La náusea en tiempos donde la conciencia tenía algún sentido, en gran parte porque la sociedad no estaba aún idiotizada del todo. Como todo aquello no podía ser, los valores que se desarrollaron tras la II Guerra Mundial había que detenerlos y poner pie en pared. Fue entonces cuando los sistemas educativos de calidad se tiraron por la borda (estoy hablando de Europa) y la cultura kitsch invadió los medios de comunicación de masas. Y ahora ha tenido que ser Torrente, como podrían haber sido Los Morancos, quien se rinde y nos dice que no puede más, que la realidad ha acabado con su negocio porque ya no pueden superarla.

La tragedia no es que no pase nada, sino que ya no puede pasar nada. Los personajes han tomado el mando y se rebelan, saliendo de su ficción y tomando el escenario de la realidad, mientras el común ciudadano ha sido tan idiotizado que ya no distingue si quien le saluda es Torrente o Santiago Segura. Reconozco que me he de poner serio con mi estado de conciencia para no perder el sentido o desmayarme de risa cuando observo al ciudadano medio español, playa en ristre, sandía al hombro, guardián del espacio sombrilla y esa expresión, embutido en un bañador insostenible, que delata los palabros que saldrán de la boca antes de ponerme a salvo, recorriendo fugaz la distancia mínima que me hará inaudible el exabrupto, entre el momento de la intuición y la explosión de la realidad.

Me desperté en el avión de vuelta de Barcelona a Sevilla, tras pronunciar el discurso de graduación en la universidad, confundido, sin distinguir en el vela-sueño si volvía de un acto académico o de una boda. Creí soñar que el suegro del presidente regentaba prostíbulos, que a un ministro en camiseta lo sacaba la Guardia Civil de la cama, que estaba con una gachí y que su perro trataba de esconder un pen drive comprometido cuando iba a pasearse.

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