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Quizá nadie haya sabido gestionar mejor la pompa y el ritual que la Iglesia Católica, una institución capaz de encandilar a la gente –incluso con independencia de su fe– con sus suntuosos ceremoniales.
Buena prueba de ello han sido las exequias en honor del papa Francisco y, en pocos días, lo será el cónclave en que los cardenales elegirán al nuevo vicario de Cristo. Una resolución de la que darán cuenta al mundo mediante un “efecto especial” que no por antiguo ha dejado de ser eficaz: la fumata negra que anuncia a la multitud de fieles reunidos en la Plaza de San Pedro que los cardenales aún no se han puesto de acuerdo o, por el contrario, la fumata blanca que les informa de que ya Habemus Papam.
A la suntuosidad y dramatismo de tan trascendental ceremonial contribuye en gran manera el lugar donde se celebra: la Capilla Sixtina. Toma su nombre del papa Sixto IV, que fue quién ordenó su restauración, pero la razón por la que recibe más de cinco millones de visitantes al año le viene dada por los frescos que, sustituyendo al inicial techo de un cielo con estrellas, decoran la bóveda (nueve escenas del Génesis) y el testero (El Juicio Final), ambas obras de Miguel Ángel.
La historia de la manera en que llevó a cabo su trabajo y los conflictos entre el artista y su mecenas, el papa Julio II, es narrada en la película El tormento y el éxtasis (1965), dirigida por Carol Reed y con Charlton Heston en el papel de Miguel Ángel y Rex Harrison dando vida a Julio II. Miguel Ángel no estaba por la labor de aceptar la ingente tarea de pintar en un andamio a gran altura y tumbado de espaldas, a más de 300 figuras representando escenas del Antiguo Testamento. Él prefería esculpir a dibujar y, de hecho, se encontraba trabajando en el mausoleo del propio papa cuando este le obligó, bajo la amenaza de excomunión, a pintar la capilla. Julio II apremiaba a Miguel Ángel para que concluyese la pintura (empleó cuatro años en la bóveda y otros cuatro –muerto ya Julio II– en el Juicio Final). “¿Cuándo terminarás?”, le preguntaba insistentemente el papa. “Cuando acabe”, respondía desafiante Miguel Ángel. La película refleja la tensión existente entre el excepcional artista y un “guerrero de la Iglesia” como –literalmente– era Julio II, que pasó más tiempo con la armadura que con la sotana. De noche en lo alto del andamio, el papa contempla a la luz de una vela la escena de la creación del hombre. “Lo que tú has pintado, hijo mío, no es un retrato de Dios, es un testimonio de fe”. “Santidad –responde Miguel Ángel–, la fe no necesita testimonios”. “No, si eres un santo o un artista, pero… yo no soy más que un papa”.
Como dijo Benedicto XVI: “La Capilla Sixtina es aún más bella contemplada en oración”.
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