El taró de Algeciras

Por estos lares taró es una palabra de inciertos orígenes referida a una niebla espesa proveniente del mar

El taró de Algeciras no es una versión local de intrigantes barajas de naipes u ocultas interpretaciones de cartomancias al uso. Por estos lares taró es una palabra de inciertos orígenes referida a una niebla espesa proveniente del mar y con este sentido se ha utilizado en toda la embocadura oriental del Estrecho.

En la bahía el taró tiene también un componente premonitorio: se oye venir antes de llegar. Bajo un sol triunfante, comienzan a sonar las sirenas de los barcos. Es la señal. Con la precisión de los relojes contumaces, una nube baja y periódica se dirige hacia ponientes de tierra con la recurrencia de los ciclos eternos. Desde la mirada infantil entraba sigilosa en una ciudad que vivía de espaldas al mar; se colaba entre las palmeras canarias del torreón de los Cervera junto al Ojo del Muelle después de cubrir el Peñón, la lonja y el bosque invernal de mástiles del muelle de la Galera; penetraba en el embudo curvo del callejón de Santa María y se desbordaba en las anchuras de la calle Panadería, lamiendo la fachada de la sastrería de Ocaña y los escaparates con zapatos impares de Manzanete, hasta alcanzar el colegio de las Monjas, desde donde veíamos cómo avanzaba hacia la araucaria de los Bandrés. Era una niebla íntima, que avivaba en las casas barruntos de inquietudes, que vaciaba las calles, borraba las esquinas e inundaba las aceras de un mudo poso de limo y sal empujado por bocanadas de relente que se posaban en las barandas de creta del puente de la Conferencia, el mirador curvo de la casa de los Gaggero y los ángulos esquinados de la capilla del Cristo, junto a unos raíles chorreantes de vaho. Besaba los muros de cal, los cierros de forja y las cubiertas de tejas y jaramagos. En la noche dibujaba un cerco de falsa luna en las farolas, dejaba posos de humedad sobre los quicios y llevaba el eco de las campanas de la Palma con un sonido de mar invasor que todo lo velaba.

Muchos años después, las sirenas siguen sonando a destiempo cada vez que la niebla retorna, aunque no haya lonja que cubrir, ni torreones en el Ojo del Muelle, ni barandas de creta, ni tan siquiera río. Con la constancia del tiempo impenitente, cubre de blanda gasa el Peñón lejano, la orilla invisible, las grúas gigantes, el muro de edificios de un paseo que de marítimo tiene solo el nombre y bordea taimada las fachadas que reciben su visita con la sorpresa propia de la desmemoria. Sigue siendo íntima, pero su beso se deposita en muros, cierros y techos insonorizados, en casas donde cada vez suenan más lejanas las sirenas de los barcos y donde apenas se oyen las campanas de la Palma.

Nada es lo mismo; ni siquiera nosotros. Solo el cielo, el sol, la niebla permanecen; el taró embozado sobre una ciudad olvidadiza que igual necesita de las figuras del Mago o el Loco, el primer y el último arcano de intrigantes barajas.

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