Cuenta Sergio del Molino en su libro Un tal González (Alfaguara, 2022) un episodio poderosísimo en romanticismo e inquietud. Transcurría en Marbella un 13 de agosto de 1994. Allí se había reunido el denominado -con gracieta- sindicato del crimen. Un cenáculo que integraban periodistas y escritores de la talla de Francisco Umbral, Raúl del Pozo, Luis María Ansón, Luis del Olmo, José María García, Pedro J. Ramírez o Camilo José Cela, entre otros.

Oficialmente, este grupo intelectualoide se llamaba Asociación de Escritores y Periodistas Independientes (AEPI) y su cometido no era el de aglutinar diferentes egos para hablar de literatura, periodismo o política al estilo Café Gijón, sino el de coordinar un ataque conjunto en el papel para tumbar el Gobierno de Felipe González. En palabras de Ansón, director de ABC en aquel entonces, el germen del grupúsculo estaba en que temían que González gobernase treinta años.

El expresidente acababa de ganar en 1993 sus cuartas elecciones y al cabrón no había quien lo echase de la Moncloa a pesar de la crisis económica, el caso Filesa y los fantasmas del GAL, y eso al sindicato del crimen le tocaba los huevos. Por ello, sobrepasando la ética y el límite del oficio, coordinaba su pluma para, en sus columnas y tribunas, tumbar a Felipe González y aupar a un señor bajito con bigote.

El exdirector de El País Juan Luis Cebrián denunció entonces que estas prácticas prostituían un derecho que había costado multas, palizas y muertes recuperar: el de la libertad de expresión. Cebrián es uno de los 254 intelectuales que esta semana han firmado un manifiesto denunciando que el PSOE de Pedro Sánchez está quebrando su proyecto histórico y lamentando que la derecha actual carece de "energía, propuestas y un discurso adecuado para resolver la situación actual".

A este grupo, cuyos integrantes, por edad, podrían haber pertenecido también al sindicato del crimen, le debe estar entrando tiña como a los chavales modernos que se rasuran la nuca porque nadie está saliendo a la calle a denunciar los errores del Gobierno y no vaya a ser que a Sánchez le dé por ganar las elecciones en noviembre. Pero, más allá de esto, los firmantes transgreden un elemento básico de la normalidad democrática: lejos ya de los tiempos en los que los Marañón, Ortega, Pérez de Ayala o Machado se erigían como salvadores de un pueblo analfabeto, es hoy, por el trabajo de muchos, el propio pueblo el que elige a qué intelectuales o periodistas, por su objetividad y ecuanimidad en el oficio, merece la pena escuchar. La sociedad hace tiempo ya que dejó de esperar manifiestos de causas que no abandera para pasar a decir: "Quillo, mejor vente a dar un paseíto por el centro y ves lo que nos importa".

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