Habita en las montañas de Nueva Guinea Occidental. Es señorito, caballero, hidalgo. Pulcro, minucioso, fino y preciso. El documental Nuestro Planeta, de Netflix, nos muestra el ritual de apareamiento del ave del paraíso de Pennant.

Primero, el macho destina sudados esfuerzos a limpiar su patio de hojas y ramas que chafarían toda voluntad de construcción de una estirpe. La hembra llega, se posa en un árbol y comprueba. "Todo OK, José Luis". El macho hace entonces una reverencia, torna su ojo amarillo, su plumaje adopta la forma de un tutú azabache, y comienza a bailar. Paso adelante, paso atrás. Izquierda, derecha, demi-pointe, pirouette.

Si la hembra se excita, el macho respira hondo y muestra su truco final. Saca orgulloso la pechera y emite un destello iridiscente. La hembra entra en éxtasis y permite el apareamiento. Vi el documental con mi novia y la verdad es que el pajarraco me dejó bastante mal. No voy a contaros lo que ocurre desde entonces.

El del ave del paraíso es un ritual de cotejo curioso como también lo son los de otros animales. Está la búsqueda de la piedra perfecta del pingüino Papúa, la eyaculación precoz del bonobo, el amago de suicidio del colibrí o llamar putas, conejas y ninfómanas, y todo ello mezclado, a las vecinas de enfrente. Una tradición, un sistema de apareamiento previo a la capea ("Os prometemos que vais a follar todas") decimonónicos en la endogamia de algunos colegios masculinos y femeninos de la Ciudad Universitaria de Madrid.

Cuando tanto los alumnos del Colegio Mayor Elías Ahuja como las alumnas del Colegio Mayor Santa Mónica hablan de tradición, no mienten. Pasé tres años de mi etapa universitaria en el Colegio Mayor Loyola, que está en el tercer vértice del triángulo que forman los centros, y durante tres años estuve escuchando perlitas como esta. A muchas de ellas, como hemos visto, no les importa. Hablan de pique, de habitualidad, de insultos de broma. "¡Puta!", le gritan a una del Mónica por la calle y, cuando esta se da la vuelta para cantarle las cuarenta, el gamberrete exclama: "¡Soy Ahujo!". "Ah, vale. De chill, hermano".

Me gusta pensar, por aseguración evolutiva, que hay colegialas silenciosas y silenciadas que piensan que ni chill ni ostias. Al igual que entre los jovenzuelos del Ahuja que gritaron estas barbaridades hay novatos que han sido coaccionados por veteranos en el embrollo del miedo que tienen los recién llegados a no encajar.

Lo que es dudosamente útil es que intentemos ejercer como salvadores y ajusticiadores de chicas que, en este caso, no quieren ser salvadas porque en lo que unos ven salvajada, ellas ven bobería. Que como seres humanos demos a veces un ascazo épico, eso ya es otra cosa.

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