
Paco Guerrero
De primavera
Cuando me encargaba de cerrar el periódico y llegaba a casa a horas intempestivas, que son las horas de la crónica de un divorcio anunciado, adquirí la costumbre, no sé si atávica o revolucionaria (en época de frenesí, las grandes revoluciones se emprenden, a veces, rescatando el pasado), de escribir mensajes a Olimpia en notitas que cada noche pegaba en los marcos de las puertas. Me metía en la cama y me acurrucaba a su lado esperando con ansia la contestación matutina. A eso de las 10:00, cuando me despertaba y ella ya llevaba dos horas trabajando, veía en el mismo lugar otra notita con una letra clara, redonda y armoniosa que sustituía a la mía, cursiva, confusa y sucia como la de un médico que no sabes si te ha recetado un Orfidal o ha ordenado tu deportación al laboratorio de Mengele.
Poco a poco, guiándome por las circunstancias, fui seleccionando como un estratega militar los puntos exactos en los que debía colocarlas. El marco de la puerta, más fácil que pase desapercibido, era para aquellas menos inspiradas y no tan importantes; pero el casco de la moto, el más fiable para las de amor profundo o perdón porque tiene que venir Poseidón a inundar los madriles para que la niña, tan echá palante, no la coja. Me gusta pensar que esa correspondencia de pósit nos reconfortaba y nos sostenía en aquellas épocas en las que me despedía de ella un domingo, cuando me iba a la redacción, y no volvía a verla hasta el miércoles a pesar de que vivíamos juntos.
Claro que nos escribíamos por WhatsApp, nos mandábamos notas de voz, stickers e hilos de Twitter, pero siguiendo los dictados de las horribles y banales aplicaciones de mensajería instantánea que invitan más al recordatorio de la tarea ruinosa que a la quietud de la reflexión. El mensaje, el verdadero mensaje, jamás puede ser instantáneo. Creo que descubrimos la importancia de amar y perdonar sobre la celulosa, de dedicarnos un tiempo a solas, uno durante el conticinio y otra mientras el sol se desperezaba, para pensar aquello que teníamos que decir y descubrir lo que debíamos callar.
Las actualizaciones de software borran las conversaciones, el almacenamiento de iCloud lleno te impide a veces consultarlas, pero el papel, ese papel sobre el que escribían Camus y Callas, es el mayor aliado de la eternidad de la palabra. Observo hoy esas notitas museísticamente colocadas en la pared del despacho. Leo mensajes que me sonrojan, otros que me enorgullecen y algunos que me entristecen. Todos me recuerdan, sin embargo, aquellos días en los que ambos, con una simple mirada al pasado, nos echamos el fusil a la cara e iniciamos una revolución.
También te puede interesar
Paco Guerrero
De primavera
En tránsito
Eduardo Jordá
Un carrerón
El balcón
Ignacio Martínez
Poca vivienda y mucho ‘show’
Por montera
Mariló Montero
Spam