En marzo de 2023 hemos entrado de lleno en una anacronía. Las mujeres han puesto el contador a cero porque, parece ser, que nada han conseguido en los últimos 40 años. Es el gran error y la ciclópea temeridad de la troupe que maneja el poder en Igualdad: pensar y actuar como si antes de que ellas ahormasen el trasero a las sillas de los despachos nada, absolutamente nada, se hubiera avanzado.

Aquellos tabúes defenestrados vuelven a erigirse en muros de metal infranqueables para cohibir de nuevo a la mujer desinhibida. En lugar de centrarse en la necesaria instauración de grandes políticas nacionales agresivas y leyes que, por ejemplo, obliguen a facilitar de manera gratuita a las mujeres productos de higiene femenina, la regla vuelve a ser para Igualdad un estigma social y follar con ella ha recuperado esa dimensión coprológica que causa rechazo entre aquellos a los que no les gusta embadurnarse en mierda.

De repente, las mujeres han desaprendido a masturbarse, a manejar el clítoris en la búsqueda del máximo placer, y para las que no lo han olvidado, a marzo de 2023, ha vuelto ese ojo divino inquisidor que las llama pecadoras y guarras. Hay que hablar, dice Irene Montero, de follar a los 60 y a los 70 como si la causa de no hacerlo a esa edad respondiese a un conato de opresión autoimpuesta y no simplemente a que a lo mejor no nos sale de los cojones.

A veces dudo de si Montero es más una revolucionaria iraní que se juega el pellejo en cada una de sus declaraciones que ministra de Igualdad en un país como España, en el que sus actos condenan a las mujeres a volver una y otra vez a la casilla de salida. "El Gobierno más feminista de la historia" ha contribuido a una de las mayores divisiones en el movimiento que se recuerdan.

Porque, lejos de defender el feminismo como una causa universal, la señora Montero y su séquito han ejercido y exigido el suyo propio con el sectarismo de un dogma personalista y endogámico. No existe más feminismo que el que Igualdad considera que lo es. Un feminismo cargado de palabras envenenadas, de confrontación y chulesco contra las mujeres que se desmarcan de su discurso.

Cuatro años después de su llegada al poder, el techo de cristal queda lejos de romperse en mil pedazos y la desaparición definitiva de la brecha salarial continúa siendo poco menos que utópica. Por el camino ha dejado una guerra civil de insultos indiscriminados y toxicidad, y una ley producto de la bisoñez, la precipitación y la demagogia que ha provocado un daño irreparable en la sociedad. Deja, eso sí, un legado que a ella se le debe antojar importantísimo: la resucitación de tabúes y fantasmas ya desaparecidos y la instauración de la desoladora sensación de que la mujer es hoy menos fuerte que ayer.

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