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Bolonia es algo más que una playa: es una idea, un concepto, un estado de ánimo grabado en las trastiendas mentales con la tinta indeleble de los recuerdos que siempre vuelven. El lugar apartado donde se dieron juveniles pasos, primera etapa de viajes que tuvieron algo de iniciáticos, meta de escapadas sin más observadores que una tierra, un mar y un cielo que allí eran mucho más que cualquier tierra, cualquier mar o cualquier cielo.
Eran tiempos sin redes sociales, sin rankings de espacios que hay que conocer, sin listados de las mejores playas, sin reportajes repetidos en los medios cada verano con imágenes paradisíacas de aireadas algaidas y vacas retintas pastando en arenas salobres. Eran tiempos de amistades de colegio, coches prestados y una vida por delante; tiempos de largas distancias sin más séquito que solitarios baches y vírgenes palabras. Tras coronar el puerto, el mar se mostraba como recién pintado tras una sarta de vacíos espacios entre la Silla del Papa y Punta Camarinal. La duna era escueta y empinada, reducido telón de fondo de soledades sin fin. Se aparcaba en cualquier sitio, a la sombra de la solitaria palmera datilera o bajo el ombú que protegía los blancos muros de la iglesia. El guarda abría la cancela de las ruinas mientras nombraba palabras que sonaban a diccionario de latín: termas, basílicas, foros, garum… Arreciaban los frescos ponientes marinos o golpeaban cálidas las airadas embestidas del levante. La playa era un mar de sal azul y ocre de arena, sin más huellas que las que el viento tallaba en superficies sin pisar. Sucedía la noche al día en la más gozosa compaña entre olor a yodo y fritura de huevos con pimientos que llegaba desde la única lumbre encendida, con menús de pizarra y sombrajos de helechos secos.
Ahora nada es lo mismo. Riadas de automóviles han desbordado los aparcamientos; peregrinaciones de instagrammers han escalado inexpertas la duna hasta hacerse la foto y competir con tantas otras con el mismo fondo real e imitada sonrisa falsa; usuarios de soledades compartidas han frecuentado cadizfórnicos chiringuitos con desparejadas sillas, vajillas de duralex, saquitos con picos de centeno y foráneos menús adaptados a un sinfín de intolerancias. Al pie de concurridas pasarelas, ha crecido un mar articulado de plástico con coloridas cúpulas de sombrillas que protegen de cancerígenos rayos. La colectividad, heredera de las masas orteguianas, sobrevive debidamente resguardada tras un programado seguidismo que adormece el juicio crítico y las aventuras individuales.
Es difícil regresar a la Bolonia de aquellos interminables veranos sin más redes que las del trasmallo ni más imágenes que las recreadas. Ha habido que madrugar mucho para recorrer la orilla sin fin, el sonoro mar y el alto cielo sin verse rodeado de una pleamar escudada tras sombras de plástico que traspasan los límites de la desbordada playa.
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