NOTAS AL MARGEN
David Fernández
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Resulta especialmente increíble que sea un colectivo que se presenta bajo el calificativo de “cristianos” quienes se empecinen en impedir que la eutanasia se le aplique a una mujer para la que la única perspectiva es dolor, sufrimiento, dependencia y muerte lenta.
Quizá convenga recordar que esta no es una decisión que se tome a la ligera. En ella intervienen equipos médicos y jurídicos, ya que no sólo se tiene en cuenta la petición de la persona solicitante: aquella quien valora si el respirar con ayuda le sirve como sinónimo de vivir; si el dolor es equiparable a la aceptación de un futuro en el que sólo estará él, el dolor. Quienes padecen enfermedad grave e incurable, quienes se enfrentan a un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable, o con una dependencia para las actividades más básicas, pueden solicitar acabar con el suplicio. Así lo determinan nuestras leyes. Y no obligan a que nadie lo haga.
Bien, pues el caso de una joven, que tenía concedida la eutanasia, se ha encontrado con que estos cristianos se oponen a que se utilice esa salida a la desesperación, en base a sus creencias propias que consideran deben ser aplicadas a todo el mundo. En este caso, se aferran a algo tan cristiano como que las deudas posibles de la joven a la que se le ha concedido el derecho a acabar de una vez con la tortura podrían ocasionarle inconvenientes a su padre. Todo muy compasivo, como puede verse.
Mis escasos convencimientos religiosos no me permiten, en primer lugar, entender la postura del padre, parte activa en la demanda. Es decir, yo no permito que mi hija deje de sufrir porque vaya a ser que, en algún momento, haya contraído deudas que tenga que pagar yo. Algo que, por otro lado, sólo queda al nivel de supuesto y que, además, esperar a que ella, al mantenerla con vida, pero desde su situación de imposibilidad, logre solventarlo, es casi más milagroso que su recuperación.
Por otro lado, ¿qué pretende conseguir la asociación con todo esto? ¿Defienden una fe que va contra los propios seres humanos y por encima de los derechos reconocidos? ¿Estamos ante un caso de desobediencia civil? ¿Su religión nunca les llevó a la piedad, la compasión y el amor al prójimo?
Y, finalmente, ¿quiénes son los representantes de la judicatura que atienden a semejantes postulados? ¿Por qué dan trámite a estas conjeturas, sin pruebas, que tanto perjudican a la parte más débil? ¿O es que fiscales y jueces anteponen unos perversos dogmas a las leyes?
Ninguna de las posibles respuestas me habla de amor, de misericordia, de clemencia, ni de esas vacuas palabras que los creyentes, en nombre de cualquier credo, se atribuyen.
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