Algecireño: si tras un ejercicio de reflexión extenuante decides montarte en ese tren tuberculoso, que en seis horas de trayecto muere y resucita tres veces, para visitar Madrid, déjame advertirte una cosa. Diez años en esta ciudad me han servido para afirmar que es un lugar que ejerce sobre las personas un magnetismo que las obliga a volver con la misma ilusión con la que regresa uno al hogar que le vio nacer.

En Madrid no existe el foráneo y el madrileño es un prestidigitador que, con un juego de manos indetectable, te hechiza para hacerte creer que el parque al que te llevaban de pequeño tus padres no era el María Cristina, sino el del Oeste, y que las patadas al balón no las dabas en la plaza del ambulatorio, sino en la de Olavide.

La capital es una de las mejores urbes del mundo. Sin embargo, algecireño, abstente de visitarla cuando llueve. Madrid es seca y el madrileño pierde toda la razón de su ser fuera de ese estado. Enrabietado, ajeno a la realidad, entra en un círculo de malas decisiones que desorganizan la ciudad más organizada del planeta.

Lo primero que hace es desconfiar de la excelente red de transporte público con la que cuenta la Comunidad. El motorista coge el coche y el conductor del automóvil circula con la misma intensidad que en un día soleado. Los atascos e incidentes son inevitables y las salidas de la autovía, anchas como campos de fútbol, se vuelven claustrofóbicas.

Ante la falta de previsión, porque el madrileño, consciente de que vive en un estado de cuasi sequía, no consulta la meteorología, las escaleras del metro se llenan de olvidadizos de chubasqueros, se llega tarde al trabajo y, claro, el urbanita, que tiene un dominio del espacio-tiempo maravilloso, ya empieza el día de mala ostia porque la lluvia ha anulado su don.

Debido a la inexistencia de grandes salientes en construcciones, los portales se convierten en los centros neurálgicos de la espera. Y si tienes la suerte de transitar por una calle en la que algún edificio te da cobijo durante varios metros, siempre hay otro madrileño -sí previsor- con paraguas, que cree que el agua es ácido y que camina por ese espacio que solo permite pasar a una persona.

A uno, temiendo por su integridad física ante el acecho del monstruo protector contra el agua, no le queda más remedio que dar un paso al lado y empaparse unos segundos: "Tenga cuidado, señora, no se le vaya a mojar el paraguas".

Sí, Madrid, ciudad perfecta, se vuelve torpe con la lluvia y otros fenómenos meteorológicos de cierta adversidad. Yo todavía creo que al Ayuntamiento le habría sido más sencillo reparar los destrozos causados por una bomba atómica que los que provocó Filomena.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios