Una avalancha de carritos tipo engendro aprovechando cualquier artilugio sobre dos ruedas se aproxima al paseo marítimo, camino de la playa. Van cargados con sillas, sombrillas, neveras, toallas y todo lo necesario para pasar un día sin echar nada en falta. La silenciosa invasión va tomando territorios, aunque ya hay hasta cuatro filas de sombrillas en la arena y el anhelado sitio al borde del agua resulta imposible, pero el ánimo no decae por eso.

Caminar por la orilla es asistir a un espectáculo extraordinario. Todos los tipos, todas las formas del cuerpo humano están allí presentes, casi desnudas, luciendo carnes, tripas, flacideces, pelos, calvas…lo que podríamos llamar una mayúscula democratización del físico, sin complejos ni vergüenzas. También chicas embarazadas, jóvenes de anatomías turgentes y formas esbeltas y mucha chiquillería descubriendo una pequeña parcela de libertad bajo el sol, vestidos o desnudos, tragando agua, comiendo arena, descubriendo el mundo. Todas las clases de trajes de baño y top less para las valientes. Algunos lucen tatuajes. Los hay para todos los gustos y también para los disgustos.

Hay un bullicio increíble y las personas hacen vida social: se untan cremas, charlan en corrillos, se encuentran, se saludan, se ayudan. Otros se bañan, otros se tumban a broncearse, otros leen. No obstante, el ruido es acompasado, sin estridencias, humano y cálido y solo sobresalen algunos gritos de los adolescentes que juegan a la pelota en el rebalaje y disfrutan su edad del pavo con los últimos coletazos de la infancia. Reuniones de amigas, vecinas justo antes del escalón donde las olas las desequilibra y andarines de todas las edades cubiertos por todas las clases de gorras, sombreros, pamelas, pañuelos…

Multitud de aperos para hacer hoyos, castillos, ¡templos griegos! Muchos echan mano a la nevera y sacan la botella de dos litros del tinto de verano del Lidl. En el interior también aguardan los filetes empanados, la tortilla de patatas y alguna bolsa con picotas. Las familias se reúnen, montan casetas grandes y celebran simulacros de cenas navideñas.

Y hay como una especie de buen rollo, una sensación de felicidad sin estridencias, un disfrute de la vida aprovechando una de las pocas cosas que aún se pueden hacer sin pagar. Me sorprende ver a la gente alegre, confiada, como si todas las catástrofes que nos rodean quedaran lejos. Quizá porque se les ve impregnados de un cierto aire de irreductibles de aldea gala y son capaces de permanecer ajenos al desaliento. Y deberíamos tomar en consideración esta postura, esta actitud, especialmente si, como muchos defienden, la gente es la verdadera patria.

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