Papá Suárez

28 de noviembre 2025 - 03:07

Muchos creemos que el día que resume la Transición es el 23-F. Es un día lleno de símbolos, con un pie en el pasado y otro en la luz: la vuelta de las armas a las cortes, con Tejero y sus secuaces taladrando las alegorías del techo; Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo exponiéndose a las balas, un gesto cuya densidad intuyó e indagó Javier Cercas; el joven rey enfrentándose a los militares vestido de militar.

También la miniserie Anatomía de un instante está llena de este tipo de imágenes. Por ejemplo, cuando Gutiérrez Mellado visita a un Suárez perdido, sin apoyos aparentes, rumiando su dimisión como remedio desesperado al ruido de los espadones, en un despacho a medio hacer, en el rincón más escondido de la Moncloa, tras un cristal translúcido que apenas deja ver su silueta. O cuando ya de noche entran en el cuarto donde duerme uno de sus hijos, y el militar le dice que le ha colocado dos sillas para que no se caiga al suelo, o cuando más tarde, a solas con el chico en los jardines, ve con terror cómo el niño trastea con una granada tirada no se sabe de dónde. La granada no estalla, pero podría haberlo hecho. Ese niño que duerme sobre el vacío, ese frágil cuerpo que puede saltar en pedazos, es España.

Quizás en el lenguaje, tierra de símbolos, es donde más se percibe la provisionalidad que esos años habitamos, el fino hilo que nos unía a un futuro democrático y que tantos miedos, fuerzas y muertos podían cortar. Ante el rechazo de los demás, Suárez anuncia su dimisión en un discurso televisado. La forma y el fondo de su intervención, que hablan de responsabilidad y de servicio a los demás, aspiran a lo bello y a lo bueno. A mitad del discurso, un reloj canta la hora. Es la hora de todos.

Del mismo modo que Klemperer vinculó el abuso de la lengua alemana bajo el nazismo con el destino de sus hablantes, uno percibe que, de forma inversa, en aquellos años cargados de historia y de significación, la lengua de Suárez guardaba los elevados sueños del país, sus renuncias y sacrificios, su idea de Estado, absolutamente improbable en la España de entonces. Creía en la unión de la ética y la estética. Tenía todo un país guardado en los labios. Un país en el que los de ahora, rodeados de ruido y egotismo y fingimientos, huérfanos de ideales, nos sentiríamos mudos, perdidos, extranjeros.

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