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Es imposible no sentirse impotente viendo lo que ocurre en Gaza a diario. ¿Qué tiene que ocurrir para que la sociedad israelí detenga la deriva de su gobierno? ¿Qué infame cálculo político hace Estados Unidos para obviar el horror en el que han convertido la zona palestina? En el primero de los casos es impactante que un gobierno que ni ha destruido a Hamás ni ha conseguido traer de vuelta a los rehenes siga sin verse afectado. Solo ahora, tras cientos de miles de muertos, empieza a haber un amago de presión externa. Insuficiente.
Isabella Hammad, filológa anglo-palestina, espera que la sociedad israelí tenga un momento de epifanía de reconocer al palestino como a un ser humano; sin embargo, cree que en una sociedad militarizada donde la disidencia se castiga es imposible que ese momento llegue.
Es lo que vimos cuando un líder de la oposición, Ayman Odeh, criticó en el congreso las acciones del ejército israelí. Hay una parte de la sociedad israelí dominada por los fanáticos religiosos y sus medios de comunicación.
En palabras de dos jóvenes israelís entrevistados por Ofer Laszewicki: “el gobierno utiliza los mismos métodos represivos que en Cisjordania y Jerusalén contra las voces disidentes”. En Gaza, Amnistía Internacional ha denunciado que Hamás reprime las protestas contra la guerra y su gobierno en la franja. Dos sociedades conducidas por extremistas.
Quizás un estado binacional, en forma de federación árabe-judía como defendió Hannah Arendt, es la solución. ¿Es viable? Como decía el politólogo Don Peretz en 1958: “Para que el clima psicológico cambie de verdad y exista una perspectiva real de paz estable en esta parte del mundo, primero debe resolverse el problema de los refugiados palestinos”.
El trasfondo religioso y nacionalista que permea toda la cuestión lo imposibilita de momento. Mientras tanto, el tiempo pasa y como dice la historiadora Sophie Bessis: “hemos hecho cargar la culpabilidad de Europa –respecto a la Shoá– a un pueblo que no tenía nada que ver, el pueblo palestino”.
Ante esta situación, y contando con la posibilidad de alzar la voz públicamente, guardar silencio o no recordarlo cada día supone una forma de injusticia profundamente vergonzosa. Y, aun así, es insuficiente.
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