La ciudad y los días
Carlos Colón
BBC y TVE: hasta la bola
En estos tiempos en que tan descorazonador resulta escuchar las declaraciones de los actuales líderes mundiales, uno no puede por menos que recordar algunos discursos que sirvieron para cambiar la Historia. Abraham Lincoln invocó los principios de igualdad de los hombres en el Discurso de Gettysburg dedicado a los caídos en la Guerra Civil. Winston Churchill avivó la esperanza de los británicos con su arenga de “Sangre, sudor y lágrimas” pronunciada en la Cámara de los Comunes cuando los Aliados estaban siendo derrotados por la Alemania nazi y la Luftwaffe se disponía a bombardear Inglaterra. John F. Kennedy logró aglutinar a su alrededor a todos los estadounidenses con su discurso de investidura al decirles: “No preguntes qué puede hacer tu país por ti… pregúntate qué puedes hacer tú por el país”.
Estos famosos alegatos están de alguna forma inspirados en un discurso mucho más antiguo, la Oración Fúnebre de Pericles. Al finalizar el primer año de la guerra del Peloponeso entre Esparta y Atenas (430 a.C.), los atenienses se reunieron para realizar una ceremonia en la que honrar y recordar a los caídos. Fue Pericles, general y primer ciudadano de Atenas, el encargado de pronunciar las palabras que después recogería Tucídides en Historia de la guerra del Peloponeso. El discurso comienza con un elogio no solo a los soldados muertos en la batalla sino a la propia Atenas en un momento clave de su historia resaltando, antes que las victorias militares del pasado, la forma de gobierno de la que tan orgulloso estaban, la democracia. Afirma la igualdad de todos los ciudadanos y que nadie está por encima de la ley. Sostiene que distinguir el interés público, respetar la verdad y ser inmunes a la corrupción son condiciones necesarias para mantener la democracia y, en el clímax del discurso, vincula la grandeza de la ciudad con los héroes fallecidos y expresa la conclusión inevitable de que la felicidad se basa en la libertad y la libertad en el valor.
Baste comparar aquella Atenas del siglo V a.C. con esta España del siglo XXI para entender lo que diferencia a un estadista de un demagogo. Aquí se supedita el Estado de Derecho a los intereses personales de quienes nos gobiernan que, con tal de mantenerse en el poder no han dudado en poner la Ley y la Nación a los pies de separatistas y filoterroristas. Se ha derogado (de facto) la separación de poderes y se vulneran sistemáticamente los principios de la democracia que se ensalzaban en la Oración fúnebre. Ya predijo Pericles la apatía que la demagogia provoca en el populacho: “No decimos que el hombre que no se interesa por la política es un hombre que se limita a sus propios asuntos, decimos que es un hombre completamente inútil”.
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