Cuatro de la madrugada. Sofía se despide de unos amigos con los que ha estado bailando en un pub cercano al infinito Paseo Marítimo malagueño. Insisten en que se marche con ellos, pero Sofía no tiene prisa por llegar a casa.

La noche es calurosa. 18 grados. La primavera se ha olvidado de hacer su parada en Málaga. Le apetece caminar, regocijarse en su felicidad, recordarse viva y musa en la pista del pub. Volver a despertar ese cruce de miradas juguetón, travieso, que le arrancó media sonrisa, quizá una pequeña mordida de labios, y que le provocó un inevitable sonrojo juvenil traducido en un pequeño descenso de los párpados sutilmente empolvados.

Enciende un cigarrillo. Lo saborea, expulsa el humo lentamente, sin precipitarse. Un joven se para a hablar con ella. No se siente incómoda. El tono es cordial y amable. Comparten algunas palabras, ríen, alguna que otra coquetería inocente, pero que tampoco se confunda. Sofía apaga su cigarrillo y le dice que tiene que marcharse. Él se ofrece a acompañarla. Ella duda. No hace falta. No me cuesta nada. Bueno, está bien.

Laura e Irene llevan minutos observando la escena y escuchando la conversación. El ofrecimiento y la insistencia del joven les hace sospechar. Es muy tarde, la calle está desierta. No pierden nada. Pueden ganar mucho. Ambas acuerdan seguirles a una distancia prudente.

La actitud del hombre cambia, se acerca en exceso a Sofía mientras caminan. Le pasa el brazo por el hombro. Ella se siente importunada. Laura no duda. Saca su móvil y llama a la Policía: Espere, todavía es pronto. Giran a la izquierda, ahora a la derecha, siguen por el Paseo. Avisamos a una patrulla que está por la zona. Gracias. Siguen por La Malagueta… ¡Las letras de La Malagueta! ¡Las letras de La Malagueta!

El joven intenta besar a Sofía. Ella se aparta. Él la fuerza. Aparecen dos compinches del agresor. La agarran, la llevan a un lugar oculto. Le arrancan la ropa. Uno de ellos comete la barbarie mientras le tapa la boca. Sofía llora, grita ahogada. Otro se baja los pantalones y espera su turno. El último, como monstruo y cobarde que es, vigila paciente.

Ese es el escenario que se encuentra la Policía después de que Laura e Irene implorasen su llegada. Los agentes tumban y esposan a lo más denigrante de nuestra sociedad. Sofía yace boca arriba, tumbada en la arena, con la mirada perdida en el cielo estrellado, contemplando la belleza desde el mismísimo infierno, y ya no se recuerda musa en la pista, y ese cruce de miradas juguetón y travieso parece ya de otra vida. Una en la que todavía acariciaba la magia de la juventud. Nosotros, y sobre todo la justicia, debemos devolvérsela. No es el final.

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