El 25 de enero amaneció frío, muy frío. Al alba llovía con una rara insistencia de salpicones gélidos y luego fue levantando; sin embargo, con la llegada de la noche, todo cambió: un helador torrente intolerante y fanático irrumpió en san Isidro, bajó por la cuesta de Jerez y se precipitó hacia la iglesia Mayor, llegando hasta la plaza Alta donde se consumó una tragedia tajante, demasiado tajante. Un despiadado filo acabó allí con la vida de Diego Valencia, mientras dejó malherido a Antonio Rodríguez en la capilla del antiguo barrio de la Matagorda. El ataque a estos dos enclaves de las creencias algecireñas no solo tuvo estas malhadadas consecuencias, sino que ha puesto a prueba la convivencia cultural, ideológica y religiosa en una ciudad donde cohabitan credos y posturas bien diferentes.

Algeciras es una urbe condita ex Lethaeo. Dos veces restaurada, posee una historia plagada de saqueos y destrucciones, ataques y agresiones. Esta última ha tenido lugar en el corazón sentimental que es para todos nuestra plaza Alta. Muchos aprendimos allí a andar; crecimos a la sombra de palmeras canarias antes de que el picudo acabara con ellas; vimos pasar el tiempo y los rostros; besamos y dijimos adiós; vimos celebrar ascensos, llegar a reyes, presidentes, cantantes, músicos, periodistas y actores; oteamos funambulistas y espectáculos de magia; vimos recoger las naranjas y restaurar sus azulejos. Ojeamos libros expuestos, vimos muestras, artesanías, experimentos científicos o artículos de ocasión; alzamos pancartas, denunciamos injusticias, condenamos atentados, cantamos estribillos, lucimos tipos, vimos revirás y oímos en silencio los llamadores. El escenario de tanta vida se convirtió en el de la más incomprensible de las muertes.

Sin embargo, a pesar de contadas salidas de tono, la reacción general de los ciudadanos, instituciones y representantes se ha encauzado de la mejor de las formas posibles. Aquí estamos acostumbrados a convivir con lo diferente desde que el tiempo es tiempo. Este corredor de culturas está habituado a acentos dispares y credos distintos con la ubérrima feracidad de los terrenos bien abonados. Recuerdo mis infantiles paseos por una Acera de la Marina donde eran habituales chilabas, kaftanes, babuchas, hiyabs de colores, velos de encaje en la cara y mujeres con tocas sobre la frente que parecían sacadas de carteles de las matinés del Florida. Ya entonces entendí que había muchas formas de acercarse a Dios y lo complejo de la condición humana. Cuando el 26 guardamos silencio por una muerte tan afilada, durante el tiempo eterno en que solo se oían las campanas, el canto de los pájaros y los surtidores de la fuente, convivimos en la plaza, nuestra plaza, individuos bien diferentes que entendemos que el fanatismo y la intransigencia se combaten con la tolerancia y el respeto, cualidades de las que la ciudad ha dado oportuna lección en estos días fríos, demasiado fríos y tajantes, demasiado tajantes.

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