Jerez

10 de octubre 2025 - 03:06

Ala gente de Jerez le gusta recordar su playa. La tuvo, es verdad, donde el Guadalete se encontraba con las aguas ligustinas, bajo la ermita de San Telmo, cuando Jerez no era Jerez sino Asta Regia. Pero la playa parece no haberse ido nunca.

Hay algo de Londres en Jerez. Bajé por una boda, y el domingo temprano me recibió una niebla espesa, como si la Corredera fuera Fleet Street, como si no me hubiera despertado del todo. La humedad habita cada bajo, mancha cada muro del centro, permea cada habitación interior. Jerez es una Atlántida. Un reino antiguo habitó estas calles y dejó sus huellas desperdigadas. Uno camina no importa hacia dónde, y cada poco encuentra una casa palacio, un pórtico, unas pilastras, unos balcones engalanados, entre las casas humildes y los bloques anónimos.

Ese reino antiguo nos legó un lenguaje, una tierra, la blanca albariza, de Chipiona a Jerez, del Puerto a Trebujena. Nos dejó los viñedos, el azúcar del sol, los altos techos y los amplios salones, la fresca penumbra de las bodegas, que son como mansiones, como iglesias o bibliotecas, porque allí viven los hombres, se reza en silencio y se guarda la historia, escrita en un lenguaje sin palabras.

Las bodegas son cementerios donde los muertos resucitan. En curvos ataúdes de roble, el cuerpo de las uvas deposita su espíritu, y una liturgia secreta lo convierte en vino. Allí la humedad, la luz y el aire se funden con el alcohol, tejen velos de levadura, fijan destinos, tintan de ladrillo y de cobre, impregnan de tabaco y mantequilla.

En una de estas bodegas se casaron los novios, rodeados de sus familiares y amigos, entre barricas donde duerme el tiempo y la solera, donde habitan dioses antiguos, como en esos altares donde los japoneses honran a sus antepasados. Cuentan su historia con trazos de tiza, con círculos, líneas y números, esas runas extrañas que hablan de finos, de amontillados, de olorosos, de viejos VORS. Nos han visto pasar, verán pasar a otros en sus años de espera. En las copas doradas, bañadas en una fina niebla, vive el pasado. Uno puede pasarse horas con un generoso, remover y catar, tocar con los ojos, escuchar con la lengua, mirar con la garganta.

En pocos lugares sobrevive el genius loci como en Jerez. Pasar unos días allí es como calmar la sed en unas aguas invisibles, esas que nunca se fueron.

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