Como todos los años, se ha celebrado la edición de 2023 de ARCO (Feria del Arte Contemporáneo de Madrid) y gracias a los telediarios los profanos en el asunto hemos podido contemplar -entre escépticos y sorprendidos- algunas de las "propuestas" incluidas en el certamen.

Una especie de mostrador en donde se exponen un indeterminado número de kilos de patatas es la primera "propuesta" que nos muestra la televisión. Algo parecido a la escultura Frutas y verduras que la artista Karin Sander presentó en la edición anterior y que consistía en una serie de verduras y frutas clavadas en la pared -plátanos, uvas, tomates Cherry y acelgas- que se iban pudriendo según transcurría la feria.

A continuación, la cámara se detiene en un cartel de neón con la leyenda: Emosido engañado, obra de un tal Marco Godoy especializado en "pancartas de protesta". Una carretilla de obra llena de desechos es la aportación de Mark Dion, al parecer, un autor en alza. Para acabar de desconcertarnos vemos la obra del cubano Wilfredo Prieto: Medio vaso de agua (obra perfectamente reproducible en casa de cada uno, pero que en ARCO se vende al módico precio de 20.000 euros). La única razón para que estas extravagancias sean consideradas "obras de arte" e incluso para que alguien (normalmente instituciones públicas) llegue a pagar una considerable suma de dinero por ellas, hay que buscarla en el contexto, es decir, esos mismos "montajes" fuera del sacrosanto recinto de ARCO sólo serían quincalla y basura que jamás llamarían la atención de los influyentes gurús del arte moderno.

La vital importancia del contexto en la valoración artística se puede también demostrar a la inversa. Cierto día, un joven músico sacó su violín en una concurrida estación del Metro de Washington y tocó durante 45 minutos. Empezó con Bach, siguió con el Ave María de Schubert, después Manuel Ponce y Massenet para terminar de nuevo con Bach. Ante él pasaron cientos de personas y solo siete se detuvieron -eso sí, brevemente- para escucharlo. Al terminar nadie le miró ni aplaudió, el muchacho se agachó y recogió los 32 dólares que la gente había depositado en la funda del instrumento. Joshua Bell, uno de los mejores violinistas del mundo acababa de tocar en los pasillos del Metro, alguna de las partituras para violín más bellas y de más difícil ejecución con un Stradivarius de 1713 (valorado en 3,5 millones de dólares). Lo curioso es que las entradas para el concierto que horas más tarde daría en un teatro (con el mismo programa) estaban agotadas desde hacía tiempo a pesar de costar ¡100 dólares! En este caso el contexto (el Metro) hizo que la gente manifestara indiferencia ante lo que, objetivamente, era sublime belleza musical. El talento es independiente del entorno que lo acoge, lo difícil es… saber reconocerlo.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios