
En tránsito
Eduardo Jordá
Lluvia
La Conferencia de Seguridad de Múnich siempre deja titulares, pero esta última también ha dejado un mal sabor de boca debido a las declaraciones de unos de los validos del rey yankee, el vicepresidente de los EEUU, J. D. Vance. Lejos de mostrar apoyo a la comunidad europea y a Ucrania frente al imperialismo ruso, cargó con una soflama alt-righter sobre la ausencia de libertad de expresión en Europa, la supuesta inmigración masiva y prosiguió con los guiños a partidos de ultraderecha. A esto, se suma que EEUU y Rusia planean un final de la guerra de Ucrania sin contar con nadie, ni con el mayor sostén económico del estado invadido: la Unión Europea. Ante esta situación no son pocas las voces que llaman a profundizar en la independencia militar, económica y política del Viejo Continente. Macron ha llamado a responder al electroshock de Trump y ya ha convocado una reunión de los líderes europeos para empezar a diseñar una estrategia para Ucrania. El presidente ucraniano, Volodymir Zelenski, en la misma conferencia, exclamó: “Ha llegado la hora de un ejército europeo”.
Estas cuestiones dependen de la financiación y de la valentía de los estados miembros en la profundización del proyecto europeo. No es la primera vez que oímos estos llamados. Ya cuando Josep Borrell fue alto representante de la UE para Asuntos Exteriores y de Seguridad insistía en que Europa debía aprender “el lenguaje del poder” y clamaba por una “capacidad militar propia”. Más atrás, en 2003, cuando se vislumbraba una posible Constitución de la UE, rechazada en referéndum en 2005, los filósofos Jürgen Habermas y Jacques Derrida escribían sobre la necesidad de una política exterior común. Estos plantean además que se está desarrollando una disputa entre dos modelos de orden internacional: uno basado en el derecho y el multilateralismo, heredero del mundo de posguerra, y otro, en el que una potencia hegemónica comienza a realizar una política unilateral para imponer su orden. Hace referencia a la intervención militar de EEUU en Iraq y el intento de socavar la influencia y la reputación de las Naciones Unidas. Frente a esto, desarrollan que Europa debe poner su peso en la balanza para equilibrar ese unilateralismo hegemónico. Hoy no existe un horizonte tan prometedor como el de principios de los 2000. De hecho, hay mucha división interna, una crisis económica crónica y hay más de una potencia interesada en el reparto del mundo y sus parcelas de influencia.
Mi mente de historiador piensa en las similitudes con el orden mundial del S. XIX, ese cóctel de nacionalismos e imperialismo que terminó por colisionar en la I Guerra Mundial. Quizás es la incertidumbre, que me hace ver esto como aquella frase de Gramsci: “El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Ojalá no sea así.
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