Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
No nos cansamos de leer a Borges ni de escucharlo por escrito, en los no pocos libros de asistentes o discípulos que recogieron sus palabras dictadas en conferencias o dichas en el curso de conversaciones privadas que resultaron no serlo. Las más famosas de estas últimas están en el inmisericorde tomazo de Bioy, una mina con vetas de metal precioso que contiene también otras vulgares –dos señores tan distinguidos abandonándose al cuereo, como se dice en la tierra– e incluso residuos tóxicos. Ninguna intimidad resiste el recuento pormenorizado de los días o las noches, y aunque la de Borges era desde siempre casi exclusivamente libresca, como confesó él mismo y corroboraron sus amigos y amigas, da un poco de apuro, tratándose de un hombre tan pudoroso, disponer de un registro tan abundante. Para los devotos del argentino, dispuestos a leerlo todo si exceptuamos aquel libro de título sonrojante que escribió un antiguo presidente del Gobierno, cualquier cosa debida a Borges o relacionada con su figura atrae ineludiblemente. Dos libros recientes, ambos con origen en la primera mitad de los setenta, se han sumado al desbordado estante que reúne sus obras. El primero, El aprendizaje del escritor, publicado por Lumen, ofrece la transcripción del seminario que Borges impartió a los “ávidos estudiantes” de la Universidad de Columbia en la primavera de 1971, dividido en tres secciones consagradas a la ficción, la poesía y la traducción. Interviene también su traductor y entonces íntimo Norman Thomas de Giovanni, autor de un memoir del que guardamos buen recuerdo, La lección del maestro, pero la verdad es que este otro libro, mero acta de un taller de escritura, resulta más bien pobre, muy alejado del brillo de las seis conferencias de Harvard en 1967-1968, reunidas en un deslumbrante Arte poética que tradujo Justo Navarro. La segunda novedad, que aparece en Renacimiento, es el Primer cuaderno Borges de Roberto Alifano, correspondiente a sus diarios de 1974-1976. Del mismo periodista, teníamos unas Conversaciones con Borges que publicó Debate en los ochenta, pero vemos ahora que se trataba de un extracto de algo mucho más voluminoso: un verdadero festín, con sus fulgores, sus arbitrariedades y sus zonas de sombra. Al cabo del tiempo, se impone la sensación de que todas las conversaciones son una sola conversación en la que el viejo hacedor, ya inmortal, ya fantasma, discurre incesantemente.
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