
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Desafuero
Hace hace unas décadas, Gobierno con mayúsculas en Algeciras solo había uno y todos sabíamos que nos estábamos refiriendo al Militar. Estaba en la zona baja, en un barrio aún no conocido con caritativos nombres. Junto al aledaño mercado y la dársena del río, formaba uno de los vértices urbanos de aquel distrito.
Se ubicaba en uno de los edificios más antiguos de la ciudad dos veces fundada desde el olvido –con qué razón rotuló la leyenda de su escudo el anterior cronista, Luis Alberto del Castillo–. La casona originaria aparece incluida en el Plano de los vestigios de la Ciudad principal de las Algeciras trazado en 1724. Definía el ángulo suroccidental de un amplio espacio cuadrangular al oeste de la Marina: perseverante palimpsesto aprovechado por el marqués de Verboom para diseñar la población con su ilustrado trazado ortogonal a dos plazas. En esta carta dieciochesca la construcción se nomina Cuartel de Cavallería, hecho que la toponimia local se encargó de recordar: la fachada sur se abría a una plazuela conocida como de los Caballos, donde desembocaba un callejón, luego ascendido a la categoría de calle, cuyo nombre era el de la Mosca. Esa relación natural entre la toponimia popular y la realidad fue sustituida por nombres de generales o inventores igualmente uniformados. El cuartel de caballería era conocido como del Pozo del Rey, en referencia a un aljibe subterráneo que recogía las aguas que desde la Matagorda descendían hasta colmatar las capas freáticas de la Banda Norte del río. Esta mina era de gran valor para la función a la que estuvo destinado el edificio desde los primeros estadios de la nueva ciudad. Con los años fue cambiando su uso, siempre dentro del ámbito de la milicia, hasta que a principios del siglo pasado, el mal estado del inmueble que albergaba la Comandancia General en la confluencia de la calle Ancha con Rocha motivó el traslado de la residencia del Gobernador Militar y sus servicios al antiguo cuartel. Con este fin, las fachadas de la casona fueron reformadas con historicistas almenas hasta que a mediados del siglo pasado se sustituyeron por sobrios paramentos de falsa piedra.
Durante décadas convivieron bajo dieciochescos tejados salones de trono con despachos de traductores; comedores de gala con escritos oficiales y panzudas Olivetti. Hoy es uno de los edificios “olvidados” por una ciudad acostumbrada a tantos leteos: sus paramentos muestran impúdicos desconchones en metafórico diálogo con el magnolio de la plazuela vecina, que sufre también los rigores del tiempo mal llevado. El árbol muestra su dañada copa desnuda. En un diminuto alcorque, inadecuado a su venerable porte, se ha insertado un código QR que puede acabar convirtiéndose en una poco cernudiana esquela. El edificio y el árbol se encuentran enfermos, muy enfermos. Urge encontrar remedio contra la desidia y el olvido.
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