Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Lo sucedido en Madrid, donde se detuvo la llegada de la Vuelta Ciclista a España, es mucho más que un episodio anecdótico de alteración del orden público. Es un síntoma de fondo. La gravedad no está tanto en el hecho en sí, sino en lo que revela: un Gobierno alentando, justificando y legitimando la protesta en la misma ciudad que horas antes las fuerzas de seguridad anunciaban como blindada.
En democracia, el coste de la libertad incluye el derecho a la protesta. Pero también incluye la obligación del Gobierno de garantizar el orden público. Cuando el propio presidente declara que las protestas son legítimas antes de que se produzcan, el mensaje no es neutral: se concede cobertura moral a la alteración del orden y se estimula la ocupación partidista de la calle.
La democracia se erosiona cuando los gobernantes se apropian de las razones universales para conectarlas a su ideología. Nadie puede negar el genocidio de miles de palestinos inocentes, pero el peligro comienza cuando la denuncia de este hecho se convierte en patrimonio político de un partido.
El mecanismo es perverso: si no estás con Palestina, no estás con el PSOE; y si no estás con el PSOE, eres “mala persona”. Y las malas personas, según esa lógica, deben ser arrinconadas, expulsadas del debate público. Ese es el germen de la violencia política. Ese es el inicio de la radicalización alentada desde el poder.
La consecuencia es clara: en España, si mañana ganara la derecha, la calle sería tomada de forma violenta. No porque la protesta espontánea sea en sí misma ilegítima, sino porque se ha abierto una vía en la que el poder de turno convierte la calle en extensión de su relato ideológico. Y cuando la calle sustituye a las urnas como espacio de legitimidad, la democracia ya no es tal: es populismo.
España se aleja cada día más de las democracias consolidadas y se aproxima a modelos populistas de Latinoamérica. La figura del Fiscal General del Estado procesado sin dimitir, la reforma judicial diseñada a la medida del Ejecutivo o el discurso oficial que legitima la ocupación partidista de la calle son hitos que nos acercan más a Caracas que a Westminster.
La democracia no se mide solo por el número de votos ni por la apariencia institucional. Se mide, sobre todo, por la capacidad de quienes gobiernan de no instrumentalizar las razones universales –la justicia, la libertad, la paz– al servicio de su ideología. Porque el día en que un gobernante confunde razón con ideología, la frontera con el totalitarismo ya ha sido cruzada.
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