En tránsito
Eduardo Jordá
¿Tú también, Bruto?
En este tiempo de trivialización de lo complejo, cuando el ruido sustituye al pensamiento y el algoritmo reemplaza al juicio crítico, se hace más urgente que nunca recordar que la formación rigurosa, cultivada a través de la lectura seria y del estudio disciplinado, no es una opción elitista ni una extravagancia minoritaria, sino el único antídoto real frente a la disolución cultural que padecemos. Sin lectura, sin acceso a las fuentes del pensamiento, a las obras maestras del arte, la música o el cine, no hay criterio. Solo hay consumo, repetición, y una triste forma de servidumbre voluntaria disfrazada de libertad “digital”.
Tener criterio no es “tener opinión”. Opinar puede hacerlo cualquiera; discernir, sin embargo, exige una formación profunda. El criterio se fragua en el contacto con las grandes obras: leyendo a Cervantes, a Sófocles, a Lorca o a Hannah Arendt; escuchando a Bach, a Agustín Barrios, a Estrella Morente o a Chavela Vargas; viendo a John Ford, a los Cohen, a Saura o a Kurosawa.
El criterio exige una sedimentación, un poso que no puede alcanzarse con resúmenes de un minuto en TikTok ni con frases prefabricadas de pseudopensadores o “influencers”. No se puede formar un juicio con contenido a base de reels o stories, ni se puede entender el alma humana siguiendo a “creadores de contenido” cuya única creación es su propia exposición narcisista.
Despreciar los nuevos formatos no es nostalgia de lo viejo, sino defensa de lo valioso. Las redes sociales no son vehículos de formación: son aceleradores de ignorancia, máquinas de estímulo inmediato que premian lo superficial, lo efímero, lo emocionalmente manipulable. Convertir la cultura en espectáculo y el saber en entretenimiento es una forma eficaz de vaciar el pensamiento de contenido y domesticar la sensibilidad colectiva.
Quien no ha leído, quien no se ha enfrentado a textos difíciles, a músicas incómodas, a películas lentas y densas, a cuadros abstractos o poemas desgarrados, carece de defensas frente al mercado de las emociones rápidas y las consignas ideológicas. No se trata de ser erudito, sino de ser libre. Y solo es libre quien tiene recursos internos, bagaje, densidad. Lo demás es ruido y manipulación.
Por eso, la única revolución posible hoy pasa por restarle tiempo al deseo inmediato de dinero o placer y recuperar el valor de la lectura y reflexión silenciosas, de la escucha atenta, del tiempo largo y sin interrupciones. Estoy completamente seguro de que quien no se forma será formado por otros. Y en esa imposición –dulce, viral, invisible– se nos escapa la posibilidad misma de pensar.
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