Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Apoderándose del hombre desde su primera edad a la adolescencia, la enseñanza da a su entendimiento una dirección provechosa o extraviada y le señala para toda su vida con un sello indeleble. Los momentos perdidos en época tan preciosa no se resarcen nunca y las impresiones entonces recibidas determinan la suerte de los ciudadanos y de la patria”.
El texto anterior contiene unos conceptos que se antojan tan veraces como necesarios: la importancia vital de la educación; su capacidad para influir en el destino de los jóvenes y, subsidiariamente, en el de la sociedad y el hecho más que contrastado de que las consecuencias de una mala educación en edades tempranas suelen ser tan nefastas como irreversibles.
Lo sorprendente es que estas reflexiones, que tan actuales parecen, fueron hechas en 1845 por el historiador Pedro José Pidal, a la sazón ministro de la Gobernación durante el reinado de Isabel II. En el desempeño de sus funciones ministeriales impulsó el “Plan Pidal” destinado a sacar al país del caos educativo en que entonces se encontraba inmerso. La centralización de la administración educativa, la uniformidad de textos y programas y la catalogación de la enseñanza como un servicio público fueron las principales medidas para librar a España de su analfabetismo ancestral. La prueba de la eficacia del sistema fue que sirvió de base a la “Ley Moyano” (1857) que, con ligeras modificaciones, ha servido de modelo hasta la implantación de la Logse.
Las modernas reformas educativas pergeñadas por innovadores pedagogos han transformado la escuela española en un erial. La instrucción pública asentada en las ideas de Pidal proporcionó a los españolitos, durante más de un siglo, una digna educación Primaria y un excelente Bachillerato. Ahora se consideran retrógrados y obsoletos los principios que la regían: valoración del esfuerzo, búsqueda de la excelencia, disciplina, autoridad del profesor… apostando en cambio por la “escuela democrática” más atenta a considerar las opiniones y deseos de los alumnos (y sus padres) que a inculcar conocimientos en sus duras molleras. Visto el panorama, ante el comienzo de un nuevo curso, los que derraman lágrimas no son los chavales… son los profesores y sus compungidas familias.
También te puede interesar
Lo último