Me miró con cierta amabilidad en sus ojos. Parecían luminosos, acogedores. Respondí con una sonrisa. El tren se puso en marcha. La lectura del libro que llevaba entre las manos me dejó indiferente. Más de lo mismo. Elevé mi cabeza. Allí estaba ella con su mirada proyectada hacia el paisaje. Quise iniciar una conversación, pero pensé que estaba sumergida en el espectáculo de la naturaleza. Volví a mi aburrida lectura para comprobar que el emperador Heliogábalo no se llamó con ese nombre hasta años después de su muerte. Con anterioridad, le llamaron de todo… Una información maravillosa para afrontar los temas del presente, incluidas las crisis económicas; el drama de la valla de Nador-Melilla; el daño que la reforma laboral está haciendo en más de cinco mil asociaciones; y las guerras sin parar que nos rodean.

Mi vecina continuaba extasiada. No sabía si contarle mi gran descubrimiento sobre la historia de Roma, o simplemente preguntarle si prefería el verano. Decidí callarme.

Siempre hay alguien que acaba con tus dudas en un vagón de tren de media distancia. Se llamaba Juan, no paró de hablar por teléfono durante un buen rato. Estaba en los asientos de al lado. Gracias a él, supimos lo difícil que está el mercado de la carne, las trampas de algunos engordando animales a la fuerza para que pesen más y otras cuestiones de la industria cárnica que mejor no mencionar. Él, sin duda, era un hombre honesto. Me contuve, para no entrar en semejante conversación. La miré a ella como diciéndole: hay que ver lo que tenemos que aguantar. No dijo ni sí, ni no. Parecía que estaba de acuerdo con el tipo. Ese gesto, aunque no lo sepa, nos distanció.

El de las carnes, pasó a informarnos de la inauguración de "Un club con carnes frescas" procedentes de diversos países. Él se mostró muy multicultural y putero. Por supuesto, invitó a su interlocutor a cerrar allí el negocio de no sé cuántas toneladas de ternera, rabos de canguros, que no de toros, y otras partes de los inocentes animales. Como la dama solo tenía ojos para mirar por la ventanilla, me atreví a elevar la voz para decirle al animal vendedor de animales muertos que me daba vergüenza escucharle: por favor, váyase fuera del vagón, le dije. No me hizo caso, aunque bajó el tono, pero me quedé sin conocer el resto de la conversación. Entre la ética y la curiosidad, elegí la primera.

Esperaba que la vecina de asiento hiciera algún tipo de comentario. Silencio. Permanecía sonriente, moviendo ahora la cabeza hacia el animal, hacia mí. Pensé que padecía una sordera dolorosa, pero sus movimientos corporales desmentían mi suposición. Ya me daba igual, el viaje estaba terminando. Pensé en los problemas de incomunicación de la especie humana. Fue entonces cuando recordé el comentario de una amiga: "Pepe, convéncete: hay personas que no tienen nada que decir…". Tal vez sea lo mejor.

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