QUE el matrimonio está en crisis se viene oyendo desde tiempos inmemoriales. Lleva siglos evidenciando una mala salud de hierro. Una vez legalizado, el divorcio ha sido su antídoto, su consecuencia o su causa, según se mire. Ahora es el divorcio el que está en crisis. Por la crisis.

Es tradición que el mayor número de rupturas matrimoniales se produce después de las vacaciones de verano. También enero, en la resaca de las navidades, registra un considerable incremento de las demandas de divorcio. Los psicólogos lo atribuyen a que las parejas conviven muchas horas. Lo llaman "saturación convivencial intensiva". La gente tiende a pensar que es al revés, que la falta de tiempo y de comunicación durante el resto del año produce estragos en la relación. Quizás sea tan mala la falta de compañía como el exceso, no sé. Óscar Wilde, en La importancia de llamarse Ernesto, previno cínicamente contra los noviazgos de larga duración: "Dan la posibilidad de que uno descubra el carácter del otro antes del matrimonio". Cuando lo escribió no existía el divorcio.

El caso es que en los prolegómenos de este otoño se ha frenado el ritmo de las disoluciones matrimoniales, y eso a pesar de que la reforma legal conocida como el divorcio exprés, que agiliza los trámites y no requiere la separación previa, ha facilitado mucho que nadie tenga que esperar a que la muerte lo separe. El fenómeno ya había sido detectado el año pasado, cuando se divorciaron 137.000 parejas, frente a las 145.000 que se habían devuelto los anillos, más o menos simbólicamente, durante 2006. Era la primera vez desde que existe la ley del divorcio en España, en tiempos de UCD -y concretamente, del ministro Fernández Ordóñez- en que disminuyó el número de divorcios.

Se discute si la crisis, por caída, del divorcio, viene por la crisis económica, que hace caer todos los índices (bueno, algunas cosas se disparan, como el desempleo y la morosidad). En principio las parejas que se divorcian suelen vivir su situación con dramatismo y traumas psicológicos, lo que excluiría que hagan demasiados cálculos sobre su economía futura. Pero la crisis también ha matizado esta costumbre. Con la crisis pocos están en condiciones de ceder la vivienda familiar al cónyuge y buscarse otra, y venderla para repartirse la propiedad y tratar de empezar una nueva vida cada uno por su lado -y con su mitad- también es mal negocio en estos momentos. Muchos optan por seguir bajo el mismo techo, en plan pensión, a la espera de un cambio de coyuntura. No de que suene la flauta y desaparezcan las desavenencias, sino de que termine la crisis general.

La crisis le sienta bien al matrimonio. Aunque sea a la fuerza.

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