Lotta Continua
Francisco Silvera
Una modesta proposición
Vivimos en un territorio con una incuestionable riqueza natural. En estos días de agosto, cuando el calor y la sequía estival amarillean los anuales helechos que todo lo cubren, en la naturaleza se inicia un ciclo donde ajadas desnudeces permiten vislumbrar lo que se esconde tras el palimpsesto que solo la vegetación sabe disimular. El agostamiento deja más a la vista antiguos muros, hiladas de piedra, restos de dinteles, cubiertas, vanos, y escalones tallados por manos rurales de las que nadie se acuerda.
Manzanete, las Cabezuelas, los Alacranes, Ojén, Cucarrete, las Hecillas, la Albarda, la Garganta Santa, el Tiradero; antiguas cortijadas como los Mellizos, Matapuercos o la Falda Manuela; ruinosos molinos, como el de San José, del Papel, o del Águila ahora solo son topónimos locales, hitos de actualizadas rutas colgadas por caminantes de ciudad que se adentran en el campo. Malviven como restos ruinosos de edificaciones que hasta hace seis décadas abundaban por valles, bujeos, llanos y collados del fastuoso Parque Natural de los Alcornocales. Como se puede comprobar en el mapa realizado a finales del XIX por la Comisión del Plano de Algeciras y sus Alrededores o los vuelos norteamericanos de 1945 y 1956, nuestros bosques, colinas y dehesas estaban densamente habitados. Humildes chozos de piedra y brezo convivían con pulcras cortijadas, concurridas ventas, casas, barracas, refugios, gañanías, establos, apriscos y rediles. Nutrida población autóctona vivía en el campo y del campo haciendo carbón de acebuche, podando quejigos, pastoreando cabras, cuidando ganado retinto heredero de la roja y mítica cabaña de Gerión, cultivando huertas, pasando contrabando, labrando los secanos, abriendo besanas y trazando inclinadas y difíciles vueltas perdidas. Familias enteras vivían en la tierra de la tierra; familias que conocían y respetaban este espacio porque nunca se mordía la mano que daba de comer. Familias humildes y dignas, apartadas y venerables que conocían los ciclos naturales del terreno con la hondura que da la verdadera sabiduría, la querencia del agua y el aprovechamiento de los recursos ante malvenires que siempre estaban por llegar. Eran tiempos en que los prados estaban habitados por seres respetados y respetables.
Hoy el campo está despoblado, vacío. Las sendas históricas están borradas, cubiertas de zarzas y jérguenes; casi nadie las surca, aparte de caminantes solitarios o deportistas amparados por dispositivos móviles. Convendría reivindicar a los últimos habitantes de una tierra cada vez más sola, antes que los jérguenes y las zarzas borren definitivamente su rastro.
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