Lotta Continua
Francisco Silvera
Una modesta proposición
Veinticuatro años tenía Alexander Slidell Mackenzie cuando viajó a caballo desde Sevilla a Gibraltar en la primavera de 1827. En una fonda de la calle Sierpes contrató los servicios del Gallego, un buscavidas que se ganaba la suya acompañando a los cada vez más numerosos viajeros foráneos que desde la capital andaluza se encaminaban hasta la bahía de Algeciras a través de la Trocha, una ruta entonces de lo más transitada a pesar de sus riesgos, o quizás gracias a ellos. La función del guía era acompañar a la cosmopolita expedición y salvaguardar a sus integrantes de los habituales asaltos. No se libró de ellos el marino, historiador, militar e hispanista norteamericano. Al descender el puerto de las Hecillas, una partida de bandoleros apareció donde siempre y arrampló con chalecos, pañuelos, chaquetas, relojes de bolsillo y los dineros del grupo. Mackenzie no se incomodó con un suceso que, en el fondo, anhelaba experimentar. Tras ser oportuna y educadamente desvalijado siguió disfrutando de un camino convertido en paradigma de espacio primigenio e inexplorado, de lo más adecuado a espíritus románticos como el suyo. Tras descender las abruptas laderas de la sierra de la Palma entre tajos de arenisca, bosques de quejigos y escarpes de alcornocal que se asomaban a la umbría angosta del arroyo de Botafuegos, el grupo dejó atrás la estrechez de la garganta y alcanzó un paisaje más amplio, de suaves colinas y apacibles dehesas hasta que arribaron a Los Barrios, una población hermosa, amena, y uno de los lugares de reunión favoritos de la gente del Peñón que allí acudían en busca de aire puro y vegetación. Así lo escribió el joven Mackenzie en A Year in Spain by a Young American, delicioso libro de viajes publicado en Boston en 1829.
Hoy, casi doscientos años después, resulta imposible andar por esa vía: los jérguenes, las zarzas, los mirtos y los brezos han crecido sobre el antiguo firme; enormes monolitos de piedra cubren las calzas y troncos putrefactos de chaparros yacen sobre la vieja senda. Capas de hojarasca cubren un suelo inestable y enmascaran invisibles taludes y escarpes. Solo permanecen los tupidos bosques, los tajos de arenisca y la umbría angosta del hondo arroyo. No resuenan cascos de caballos, ni armas de bandoleros; no hay rastro de viajeros, caminantes, guías, ni buscavidas. No hay memoria de asaltos, ni siquiera de sendero alguno. Hemos dejado que el camino se cubra tras capas de vegetación y olvido; hemos conseguido que sea un camino a ninguna parte.
También te puede interesar
Lo último