Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
El lunes, España se apagó. Así, sin más. Un fallo eléctrico masivo nos dejó en negro durante horas, con consecuencias dignas de una novela distópica. Trenes varados, operaciones quirúrgicas suspendidas, respiradores silenciados, personas atrapadas en ascensores. Y sin embargo, al día siguiente, el relato dominante parecía escrito por el guionista de una serie costumbrista: “qué guay volver a los noventa”, “qué bonito hablar con los vecinos”, “qué romántico escuchar la radio con pilas”.
Hay quien incluso lo vivió como un retiro espiritual patrocinado por Red Eléctrica. “Fue como cuando éramos niños”, decían. Y quizás ése sea el problema: que lo seguimos siendo. Infantes sociales. Una ciudadanía tan cómodamente instalada en su parque de bolas ideológico que, cuando se va la luz durante diez horas, interpreta la catástrofe como una jornada de puertas abiertas a la nostalgia.
No. No fue bonito. No fue entrañable. No fue una excursión a la infancia. Fue un colapso, un zarpazo a la línea de flotación del país, un recordatorio brutal de nuestra fragilidad tecnológica. Imaginen el mismo apagón a las nueve de la noche, en pleno enero, con temperaturas rozando el cero y miles de personas atrapadas en trenes sin calefacción. La catástrofe pudo ser mucho peor. De hecho, lo fue para quienes murieron conectados a equipos médicos que dejaron de funcionar. Que los hubo.
Pero el relato público no va por ahí. El relato público –el del Gobierno, el de cierta prensa, el de la muchedumbre satisfecha– se construye como una fantasía de comunión analógica, una oda a las terrazas y al tiempo detenido. Se habla más de cerveza que de responsabilidad. Más de conversación espontánea que de protocolos de emergencia.
¿Dónde están los nombres, los cargos, los informes? ¿A quién le pedimos explicaciones cuando un país entero queda inservible durante un día? ¿Quién responde por la chapuza, sea ciberataque o mala planificación? Porque en cualquier país serio esto se consideraría un fallo gravísimo de seguridad nacional. Pero aquí lo convertimos en una experiencia inmersiva. Apagón Experience. La infancia como refugio, siempre.
Es escalofriante la rapidez con la que romantizamos el desastre. Es como si al suspendernos las clases –y la vida– saliéramos al patio a celebrarlo. No es una anécdota. Es una falla estructural. El apagón nos desnudó, nos dejó como somos: vulnerables, sí, pero también crédulos, ingenuos, resignados. Un país que no exige explicaciones sino que las sustituye por memes, que convierte un suceso gravísimo en una postal de Atapuerca con filtro vintage.
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