La tribuna

Manuel Ruiz Zamora

El alma del manifiesto

LO que ha ocurrido con el Manifiesto por la Lengua Común, promovido por Savater, Vargas Llosa y la plana mayor del pensamiento hispánico, es lo que ocurre siempre que se produce un estallido de sentido común en medio de un campo sembrado de prejuicios: que de pronto éstos aparecen en toda su endeble y ridícula desnudez, como el célebre rey del cuento. La inusitada resonancia del texto, sin embargo, ha ocasionado la pintoresca defección de alguno de sus firmantes originarios, como la del, por otra parte, excelente poeta Antonio Gamoneda que, arredrado, según reconoce, por los inesperados efectos políticos de la iniciativa y horrorizado por el perfil ideológico de algunos de los compañeros de viaje que se le han ido adhiriendo, publicó una espesa retractación titulada El Manifiesto ya no es razonable.

Lo que no parece razonable, sin embargo, es pretender que un manifiesto, que siempre es una llamada de atención a la sociedad, no persiga ni produzca efecto alguno sobre ésta. Tampoco parece demasiado razonable, desde un punto de vista democrático, esperar que a algo que hemos suscrito precisamente porque nos parece razonable no se sume nadie que no sea un clon ideológico de nosotros mismos. Lo razonable, precisamente por serlo, tiene siempre la virtualidad de parecérselo a personas que en otras muchas cuestiones pueden pensar de forma muy diferente a la nuestra. Amo a Platón, decía Aristóteles, pero amo más la verdad. Detesto a Jiménez Losantos, podría haber dicho Gamoneda, pero el hecho de que coincida puntualmente con él no debería invalidar la dimensión de verdad del objeto de la coincidencia.

Ha habido otros intelectuales que, incapaces tal vez de aportar argumentos, se han limitado a mostrar, en mi opinión de forma un tanto impúdica, sus fantasmas personales. Así, Caballero Bonald declara que el manifiesto le recuerda "a aquellas indignas proclamas franquistas exigiendo a los catalanes, a los vascos, a los gallegos que hablaran la 'lengua del Imperio"; y Luis García Montero, discípulo confeso del anterior, escribe sin tapujos: "Ahora que el PP de Rajoy quiere representar su viraje al centro con una postura más moderada ante los nacionalistas, los amigos de Rosa Díez (a la que previamente ha calificado de "farsa") y algunos poderes mediáticos que no quieren renunciar a su tiranía sobre la derecha, se inventan que el español está en peligro, una mentira sólo equiparable a la afirmación de que las bombas de Atocha las puso ETA". Ante este tipo de afirmaciones uno no puede sino admirar la lucidez de Platón cuando decretó la fulminante expulsión de los poetas de su utópica república de los sabios.

No obstante, el argumento más repetido entre los opositores a la iniciativa es que la lengua castellana, teniendo en cuenta el vigor de que disfruta, no necesita de ninguna defensa, mientras que las autonómicas, por el contrario, corren, como el lince ibérico, un riesgo cierto de desaparecer. El propio presidente Zapatero, que está manteniendo con la lengua común la misma actitud de inhibición e indiferencia que ya mantuviera con la bandera de todos, ha saltado al ruedo de la polémica para exigir, muy toreramente, que "no hagan con la lengua de todos lo que ya hicieron con la bandera".

Uno, que ama el catalán y que incluso pot llegir-ho una mica, comprende que las instituciones de aquella comunidad adopten, como es su obligación, toda clase de medidas para protegerlo y fomentarlo, pero sin que ello suponga una imposición sobre el derecho de cada individuo a hablar, rotular o recibir la educación de sus hijos en la lengua oficial del Estado, ni a sufrir ninguna discriminación a la hora de concurrir en igualdad de condiciones a cualquier empleo público.

Ese énfasis sobre las lenguas, ignorando los términos concretos de lo que se defiende en el manifiesto resulta, sin embargo, sumamente sospechoso. Si mucha de la gente que se ha posicionado en contra se hubiera molestado en leer los términos del texto, en vez de usarlo como pre-texto para reafirmarse en sus prejuicios ideológicos, habrían advertido que, a pesar de su desafortunado título, el manifiesto no alienta defensa alguna de la lengua castellana, de la que explícitamente se reconoce su excelente estado de salud, sino de las posibilidades de entendimiento político y de cohesión territorial que, en ese ámbito de libre discusión que es una democracia, ofrece el hecho de que todo el mundo la conozca y la hable.

Lo que defiende el manifiesto es la idea, tan reaccionaria al parecer para la izquierda posmoderna, de que se debe preservar la igualdad de derechos de los ciudadanos en todos los puntos de la nación española, y de que éstos, los derechos, pertenecen sólo a los individuos, no a las lenguas, ni a las naciones ni a los territorios. Pero es difícil que un Gobierno que acaba de reconocer a los simios como sujetos de derecho sea capaz de comprender algo tan sumamente sencillo y, diga Gamoneda lo que diga, razonable.

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