Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Imaginen la escena: un padre de familia, decente y bienintencionado, se encuentra en la grada de un polideportivo, viendo cómo su hijo participa en una competición escolar. Todo va bien hasta que, llevado por la inercia de la vida y el peso de la paternidad, decide abrir una cerveza. No una litrona, ni un cubata en vaso de tubo, sino una humilde y moderada cerveza. Entonces, desde algún lugar indeterminado, suena una sirena. Tres agentes se abalanzan sobre él. “Lo sentimos, caballero, aquí no se puede beber, hay menores presentes”. Lo reducen. Él protesta: “Pero si mi hijo es uno de los menores”. “Justamente por eso”, le responden. Lo escoltan hasta la salida, con la cerveza derramada en la mano y la dignidad arrastrada por el suelo.
Esta es la utopía que el Ministerio de Sanidad nos propone: una sociedad en la que los niños jamás contemplen a un adulto con una copa de vino o una caña de cerveza, no sea que eso los convierta en alcohólicos descontrolados en la madurez. Por lo visto, los mismos niños que ven a sus padres levantarse cada día a las siete de la mañana para ir a trabajar, pagar la hipoteca, hacer la compra y soportar reuniones interminables no son capaces de comprender que uno puede beber con moderación sin acabar perdido en un callejón oscuro susurrando secretos a una farola.
La ley en cuestión, que se tramita con la solemnidad de quien está salvando al mundo, establece que en cualquier espacio donde los menores sean mayoría queda terminantemente prohibido el alcohol. Esto incluye parques, conciertos infantiles y, por supuesto, cumpleaños. Es decir, si uno se encuentra atrapado en una fiesta de niños de cinco años ni siquiera podrá refugiarse en una copa de vino. Tendrá que afrontarlo sobrio. Con todos los sentidos alerta. Como en la guerra.
Y no solo eso: el Ministerio ha decidido que todas las bebidas alcohólicas son iguales. Da igual que sea vino, cerveza o absenta, todo es lo mismo. Un peligro mortal. Los productores de vino, que llevan años intentando explicar que el consumo de esta bebida es cultural y que no se asocia con el desenfreno juvenil, asisten atónitos a su equiparación con el tequila de madrugada. No han entendido que el objetivo no es educar en un consumo responsable, sino extirpar cualquier rastro de alcohol de la experiencia vital de los niños. Y si para ello hay que borrar siglos de tradición vinícola, pues se borra. Al final, la lógica ministerial es simple: si los niños nunca ven a sus padres bebiendo, nunca beberán. Igual que nadie consume cocaína porque nunca ha visto a su madre prepararse una raya mientras hacía la cena. Es un enfoque científico, sin fisuras. Salud.
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