En 1948, un comprometido Luchino Visconti, conde de Lonate Pozzolo, estrenó La tierra tiembla, un neorrealista alegato a favor de humildes pescadores y legítimos habitantes de una costa siciliana eternamente amenazada por telurismos volcánicos y amenazas sísmicas. El entorno de la nuestra se encuentra en una zona donde no son extrañas las sacudidas de tierra que periódicamente nos recuerdan la existencia de movimientos tectónicos que arrasaron míticas ciudades atlánticas o recordados torreones circulares que se asomaban altivos a la banda de un río que tenía ya sus días contados. A pesar de ello, vivimos de espaldas a las señales de una tierra que prejuzgamos sólida. Muy diferente es nuestra valoración del aire que sentimos y respiramos. Por estos pagos somos expertos en distinguir la compleja dinámica de corrientes y vientos que envuelven nuestras vidas. En la orilla occidental de la bahía el levante nos trae aromas a sal, a yodo, a un mar cada vez más lejano y a húmedas monteras que se engastan a las brumosas crestas del Peñón, constantes, como los recuerdos que siempre vuelven. Pero de vez en vez, el aire también porta olores más inquietantes, que se repiten con la obstinación de los malos presagios.

El primer día de este año recién comenzado amaneció bonancible. La senda de los Prisioneros bordea la ladera norte del pico del Algarrobo, por encima del paraje de Comares. Allí, desde una alta curva costanera se puede apreciar el carácter bifronte de nuestra comarca: a la izquierda triunfa el denso bosque de quejigos y alcornoques que escala verdes portentosos hasta la cima de Sierra Luna. A la derecha, una densa sucesión de chimeneas tachona con grises emisiones la línea de costa hasta el mar. Cuando el sol aún no calentaba, un olor candente de oscuros vapores era transportado por el voluble viento del este hacia aquellos apartados parajes. Una nube negra ascendía entre tanques y depósitos desde un polo industrial que se percibe también por el olfato. Pronto se identificó como un incendio en Indorama Ventures Química de menores proporciones que el que tuvo lugar en el mismo enclave hace casi cuatro años; un percance que ha despertado dramáticas memorias de otra mañana de domingo, la de 1985, cuando la explosión del Petrogen One y del Camponavia cubrieron el cielo de oscuridad, el aire de olor a combustible en llamas y de tragedia el hogar de 33 fallecidos y 70 heridos.

En esta ocasión no ha habido daños personales y el Plan de Emergencia Exterior fue desactivado cuatro horas más tarde, cuando el olor seguía acompañando a la corriente húmeda que transportaba el levante. Habitamos en un territorio donde el aire huele demasiado a explosiones y accidentes, sin que ni siquiera neorrealistas visiones viscontianas planteen comprometidos alegatos a favor de los legítimos habitantes de una bahía demasiado acostumbrada a vivir entre amenazas.

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