No siempre viajamos con la imaginación. Algunas veces lo hacemos dentro de los parámetros de la más pura y aséptica realidad. Si es que esa palabra todavía significa algo. Hay tantas realidades diferentes, que hemos llegado al territorio de la inseguridad y de la duda.

Pero, en fin, hablamos de esos viajes donde sentimos que nuestros cuerpos van recibiendo distintas emociones internas y externas. Las internas no siempre se pueden describir: son imágenes que nos acompañan, que deambulan por nuestro espíritu sin salir de él definitivamente; las externas son controladas por el cerebro cada vez que los músculos, a fuerza de permanecer en la misma posición, piden un cambio; piden otro ritmo; piden movimiento. Cada medio de locomoción elegido para realizar nuestros viajes exige una posición diferente. Bueno, no exactamente una postura, pero sí una tensión. No es lo mismo viajar en avión, en barco o en automóvil. Cada uno de estos medios exige un tipo de trabajo diferente a nuestros relajados y mencionados músculos. Hacia adelante, hacia atrás, de pie, paseando, sentados todo el tiempo o realizando pequeños estiramientos.

No, no se me olvida hablar del tren. La gran asignatura pendiente, junto a otras, del Campo de Gibraltar. Lo conozco bien y es, por lo menos, la forma más romántica de pisar otras tierras.

Lo conozco desde siempre. De mis recuerdos infantiles emanan sus ruidos y el olor sempiterno de sus vagones. Eran otros tiempos, viajar en tren era una aventura llena de personajes inolvidables que poco a poco han ido desapareciendo. El ritmo frenético de la vida ha acabado con los venderos de cualquier cosa en las estaciones; las mujeres con sus típicas gallinas, sus dulces; los alimentos, ofrecidos una y otra vez por los compañeros de viaje a quienes íbamos en el mismo vagón. Ahora al hacernos tan "modernos y finos" cualquiera se atreve a compartir un sándwich.

La mayoría de las veces yo no quería que el viaje terminara. En más de una ocasión pensé y he seguido pensando que la llegada a la eternidad es un viaje sin final, donde uno solo vive para conocer las historias personales, casi íntimas, de otros seres humanos; para sentirse con ellos en armonía y en calma, para olvidar el pasado y ver con ojos de niño el Misterio Último.

He pisado casi todos los trenes europeos. He dormido y comido en ellos. En los más elegantes y en los más desastrosos. Aunque ninguno me ha proporcionado más curiosidad que los de mi niñez.

Otros, los demás, supieron devolverme esa sensación de viaje al infinito. Llevaba conmigo el equipaje necesario para emprender el camino sin regreso: cargaba con mi presente, lo único que es realmente nuestro.

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