¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Santos inocentes

El oficio periodístico enseña a perdonar los errores, que no son accidentes extraños, sino parte consustancial de la vida

De la raza de su padre, la india, Salvador Pániker -esa extraña mezcla de místico y bonvivant- decía que era pícara e inocente al mismo tiempo. De la de su madre, la española -aunque él probablemente diría catalana-, podemos decir que es pícara y canalla en revuelto tan indigesto como el ajo en el que se basa la gastronomía ibérica. "Para qué queremos las especias si tenemos el ajo", dijo Felipe II cuando los asesores de la época le daban la matraca con el clavo o la nuez moscada de las Molucas. Quizás fue eso, el culto al Allium sativum, lo que convirtió a las Españas en un reino de paladares de pastores y proverbial mala leche gástrica, como hemos vuelto a demostrar en la votación de la Reforma Laboral.

Si algo enseña el ejercicio del modesto oficio periodístico es a perdonar los errores, que no son accidentes extraños, sino parte consustancial del trabajo y la vida. El plumilla que ridiculiza los gazapos o lapsus de un compañero no es sólo un mal tipo, sino también un pobre ingenuo que se cree a salvo de esa dama pálida que acecha detrás de cada esquina: el error. Al igual que el periodismo, todos los empleos tienen sus celadas, sus meandros traicioneros donde el naufragio siempre es posible. Bien lo sabe a estas alturas el diputado del PP Alberto Casero, el protagonista del ya famoso voto erróneo de la Reforma Laboral, quien este fin de semana declaraba desolado a El País: "La que he liado, estoy destrozado", una nueva versión de aquel "la he liado parda" de la simpática socorrista madrileña o el "lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir" del aún más simpático don Juan Carlos. Y todo por un simple y humanísimo error.

Probablemente, la desolación de Casero no se deba tanto al error en sí mismo como a la reacción biliosa de una nación entera que, en cuanto puede, está dispuesta a hundir en el prójimo la daga de su sarcasmo. Somos un país de listillos, una pandilla de arévacos mamones. Bien lo sabía Lázaro González Pérez, alias Lazarillo de Tormes, pícaro a la manera de los indios de Pániker, un alma de Dios que se pasó la vida intentando sobrevivir en un reino de miserables. El hombre que con más entrañable humanidad llevó su noble cornamenta. Recuerden aquel discurso de don Manuel Azaña -él mismo un poco insoportable-, quien en pleno desconeje de España pidió "paz, piedad y perdón" a unos ciudadanos entregados a la gozosa tarea de la degollina. Algo han mejorado las cosas (por ahora) y nos conformamos con despellejar al pardillo en las redes, sin recordar que todos somos santos inocentes en el peor sentido del término.

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