Confabulario
Manuel Gregorio González
Lotería y nacimientos
ES cosa sabida que una de las mayores aportaciones de España a la cultura universal ha sido la novela picaresca y su correlato el pícaro, personaje habitual de los bajos fondos que vive del engaño, el fraude o, en el mejor de los casos, de su astucia para embaucar a los cortos de entendimiento. El Lazarillo de Tormes, el Buscón Pablos o Rinconete y Cortadillo son ejemplos de la supremacía hispana en el género literario de granujas y tunantes, en el que con tan escasas como edulcoradas excepciones (Tom Jones o Huckleberry Finn)apenas se han distinguido las literaturas foráneas. La misma palabra "pícaro" tiene connotaciones positivas y, en general, la gente no suele ver con malos ojos a quienes burlan la ley o engañan al prójimo. Una consecuencia natural de esta predisposición al enredo y la artimaña es el hecho de que, tal como es comprobable a diario en las noticias, nuestros políticos sobresalgan no -como sería deseable- por rectos, íntegros, leales o desinteresados sino por abellacados, golfos, fulleros y rufianes. Sin embargo, caeríamos en el error si adscribiésemos esta inclinación a la iniquidad y la infamia de la clase política española a una especie de virus codicioso que infectase a (casi) todo aquel que accede a un cargo público. En realidad la única diferencia entre un político el anónimo ciudadano de a pie es el fácil acceso del primero a los instrumentos necesarios para poder delinquir con una razonable dosis de impunidad. Los mismos que se rasgan las vestiduras ante la corrupción política son los que, si pueden, eliminan el IVA de sus facturas; los que falsean su domicilio o su estado civil para que sus hijos obtengan plaza en el colegio de su gusto; los que amañan sus cuentas para cobrar subvenciones o, por ejemplo, los que piratean sin piedad libros, discos y películas de internet y… ¡después se quejan de que cierren los cines o las librerías! Que la picaresca la llevamos en el ADN se demuestra en casos como el de una emigrante española en Múnich que acudió a su médico del seguro público acompañada casualmente de su hijo pequeño. Para su sorpresa aquel día no tuvo que aguardar su turno, entró sin esperar. La enfermera le explicó que el motivo era evitar que los niños estuviesen en contacto con adultos susceptibles de contagiarles enfermedades. Como es natural, la española aprovechó el criterio preventivo alemán para no volver a esperar… ¡siempre acudía a consulta con el niño! Otro español, licenciado universitario, encontró trabajo en Londres. Viajando en el metro tropezó con un iPhone 5 y en lugar de devolverlo (ese teléfono está ligado a su dueño con la misma especificidad de la huella digital) se lo trajo a España para que ¡su padre! se lo "liberara". Al poco tiempo el mismo solidario individuo extravió su cartera en las calles londinenses. A los pocos días se la devolvieron intacta sin tan siquiera una libra de menos. Conclusión (española): los ingleses son gilipollas.
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