St. Rémy

Francisco / Linares

'Los Palomos' de la paz

26 de marzo 2013 - 01:00

EN estos días ha caído en mis manos el libro escrito por José Antonio Casaus, Matar al Mensajero. El escritor recoge las vivencias que Juan José Triay le relató en el verano del año 2000 y, así, describe las jornadas del 6 y 7 de abril de 1968, en la que un grupo de gibraltareños, autodenominados Los Palomos, fueron vilmente agredidos en sus personas y bienes por una turba desenfrenada.

El relato de Triay, transcrito por José Antonio Casaus, explica también que el gran pecado que cometieron Los Palomos, el motivo fundamental por el que les agredieron, fue intentar hacer partícipes a los gibraltareños del contenido de la oferta que el ministro Castiella hizo en mayo de 1966, que contenía establecer un régimen legal y fiscal especial para Gibraltar y su Campo, y que ellos entendían que había sido silenciada maliciosamente por las autoridades británicas y gibraltareñas y por los medios de comunicación de Gibraltar.

A pesar de los años transcurridos, España sigue siendo incapaz de transmitir a los gibraltareños un mensaje de confianza. Por supuesto que yo pienso que, en base a lo establecido en Utrecht y a lo dictaminado en las distintas resoluciones de la ONU, la solución al contencioso es una materia exclusiva de los gobiernos de España y el Reino Unido, pero ello no debería impedir un esfuerzo por hacer ver a los gibraltareños que España no les desprecia, que España no pretende maltratarlos, sino que, muy al contrario, estaría dispuesta a respetar sus peculiaridades legales, sociales, culturales y económicas. Que España no solamente no supondría un perjuicio, sino que podría ser una conveniencia. Los que se oponen a un arreglo, los contrarios a la conciliación, los enemigos de España, Los Halcones, como en el 66, harán todo lo posible para ocultar esa imagen benefactora. Nosotros, como tributo a esos valientes que conformaron el grupo de Los Palomos, no deberíamos dilatar ni un minuto más las muestras de respeto y consideración que nos merecen esos que aspiramos a que, un día no muy lejano, sean nuestros compatriotas.

Cuenta el escritor que tres días después de finalizar las entrevistas que llenaron de contenido este libro, Juan José Triay falleció. Su ingenio, su gracejo, lo empleó, por última vez, para seducir a la bella Perséfone, para conseguir de ella una pequeña demora de su último viaje; un pequeño retraso que le permitiera dejarnos su postrero legado: un mensaje de diálogo, de concordia, de entendimiento; un deseo de paz.

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